27 diciembre 2009

Evangelizando marcianos

Antes de nada, explicar el porqué del título. Escribí hace poco una de estas reflexiones a las que soy aficionado, en la que trataba de exponer alguna de las creencias que muchos humanos han abrazado a través de los tiempos, pero haciéndolo tal y como yo lo llevaría a cabo si mi auditorio estuviera compuesto por marcianos, inexpertos por tanto en asuntos terrícolas, pues explicar algo cuando se da por sentado que ya hay conceptos o prejuicios previos sobre el tema en la mente de los que atienden, me parece como hacer una pintura sobre un lienzo que ya tiene una pintura previa, algo por otra parte a lo que al parecer eran muy aficionados los artistas del pasado, supongo que por aquello del ahorro y reciclado de materiales.

Como desde que el hombre apareció sobre la superficie del planeta, como ser pensante (no todos lo son, claro), se ha ocupado de llenar su cabeza y la de los que le rodeaban con ideas sobre seres superiores, resulta que hay material no para un artículo, sino para mil libros, así que me permitiré escoger para comentar algunos hechos que me parecen especialmente llamativos y que podrían ser ilustrativos para que esos pobres marcianos entiendan cómo están las cosas por aquí. Como soy deslavazado por naturaleza, no tiene nada de particular que empiece con una cosa y termine con otra, pero eso es lo que hay. A quien quiera encontrar profundidad bien estructurada, le recomiendo que lea a Sören Kierkegaard.

Elijo primeramente los propios fundamentos a que se refiere el título: los evangelios. A poco que uno se asome al tema y por supuesto sin ánimo de elaborar un tratado riguroso, que para eso están los estudiosos y eruditos, ya puede encontrarse que la cosa tiene más agujeros que mil cinturones. Nada de particular por otra parte, considerando que los más optimistas estiman que los evangelios se escribieron entre los años 70 y 100 d. C., con lo que los hechos reales estarían más que olvidados y a eso debemos añadir que, según se cuenta, la gran mayoría de los apóstoles –que eran los que en número de doce acompañaron a Jesús en sus andanzas- eran analfabetos; más aún que los periodistas actuales.

Para comenzar, hay dos tipos de evangelios: los buenos, que son los que la biblia incluye y “los otros”, llamados con frecuencia “apócrifos”. Es muy fácil saber cuáles son unos y otros. Los guay o “canónicos” son los que la iglesia cristiana decidió que eran tales, unos 150 años después de la muerte de Jesús. Los malos (caca, culo, pis), todos los demás.

No se trata de que unos fueran escritos por personajes conocidos y los otros no, que unos tuvieran faltas de ortografía y otros no, que unos ofrecieran perspectivas de autenticidad y los otros no; sencillamente los cuatro escogidos mantenían una cierta coherencia entre sí respecto de los relatos, que convenía a toda la doctrina que la Iglesia elaboraría basándose en estos evangelios. Algo así como si al recopilar versiones del cuento de Caperucita, sólo admitiéramos aquellas en que el rival fuera un lobo y la historia se desarrollara en un bosque y despreciáramos a todos los que citaran a un zorro o un coyote y tuvieran lugar en la playa o en Moratalaz.

A pesar de esa selección, hay episodios, como por ejemplo la referencia a los hermanos y hermanas* de Jesús, que aparecen en tres de esos cuatro evangelios y que misteriosamente no son del conocimiento popular. Claro que no en vano la Iglesia ha tenido prohibida la lectura de la biblia incluso bajo amenaza de muerte durante siglos y en cuanto a los evangelios, no ha propiciado su lectura, limitando su conocimiento a ciertos pasajes comentados una y otra vez en las prédicas de sus ministros.

Esa división entre evangelios buenos y malos no impide que la Iglesia tomara prestado hechos relatados en los apócrifos y por citar sólo un par de asuntos conocidos por la mayoría, es en esos evangelios donde se relata que Jesús nació en una cueva (ni una palabra sobre eso en los evangelios buenos) o que los padres de María, la madre de Jesús, se llamaban Joaquín y Ana. Por cierto que rápidamente fueron santificados como no podía ser menos, ya que todos los protagonistas de primera línea deben ser, al menos, santos.

En otro momento ya explicaré los distintos métodos para santificar a un personaje o, lo que es lo mismo, darle el título de “santo” que es algo así como un título de nobleza en la corte celestial y que, según me decían en la clase de religión cuando yo era un tierno infante, eran los únicos de los que se podía asegurar que moraban en el cielo tras su muerte. Ahora que lo pienso, qué interés en amargarnos la vida…

Y ya que hablo del cielo, ese lugar de ubicación incierta: siempre se pensó que el cielo estaba “arriba” y el infierno (que es un lugar pésimo, no recomendable) “abajo”. Sin embargo los viajes aéreos y espaciales han dejado esta teoría un poco deshinchada y actualmente se pretende que ese cielo está en un lugar indeterminado, que podría ser incluso una quinta o sexta dimensión….

Aparte de los santos, cuyas almas se encuentra en ese lugar sin lugar a dudas, se encuentran allí otros hombres –y mujeres- justos –justas-. Siempre hablamos de almas, así que no hay miedo a apretones, pues como todo el mundo sabe las almas no ocupan lugar, de manera que podrían estar todos en el espacio que ocupa una cabina de teléfonos. Sin embargo, hay una curiosa excepción: la madre de Jesús, María, ascendió a los cielos en cuerpo y alma –de nuevo eso de ir hacia arriba- con lo que presumiblemente debe encontrarse ligeramente incómoda al tener un cuerpo, algo de lo que no dispone ninguno de los residentes. Y ojo, los creyentes no pueden dudar de ese hecho porque constituye un dogma, es decir, algo que hay que creerse al pie de la letra o… derecho al infierno.

El infierno. Es difícil hacerse una idea de en qué consiste ese lugar para quienes no están formados desde niños en la creencia de su existencia. Se trata de una alternativa al cielo, aunque no la única, a donde van quienes en este mundo no han sido tan buenos como cabría desearse y, fundamentalmente, quienes no han amado a ese dios como él se merece, algo incomprensible teniendo en cuenta eso de que “sólo se ama lo que se conoce” y a dios no lo conoce nadie, salvo situaciones de éxtasis místico de las que mejor no tratar ahora.

La representación popular del infierno, es un lugar con el rojo como color dominante, en el que hay fuego y llamas por todas partes, con unos vigilantes/cuidadores llamados demonios, que en sus momentos de ocio se dedican a pinchar a los que allí habitan con unos tridentes, por aquello de que no vayan a imaginar que todo el monte es orégano. Es un auténtico misterio cómo nadie puede quemarse ni ser pinchado con esos instrumentos, si quienes están allí no tienen cuerpo y, al igual que en el cielo, es sólo su alma la que en ese lugar mora.

Un punto muy importante es saber que tanto el cielo como el infierno son lugares en los que se permanece por los siglos de los siglos y más todavía. Con esto resulta fácil traer a colación la tercera alternativa posible, llamada purgatorio. Allí van las almas de los que mueren sin que esté muy claro si han sido buenos buenísimos o malos de maldad insoportable. Si existe poca información sobre la ubicación real del cielo, la de este otro lugar es ya de una incertidumbre loca, así que vamos a dejar de lado este extremo.

Sí se puede afirmar que es un lugar de tránsito, en el que se permanece un tiempo que puede ser hasta de cientos de años, una nimiedad por lo tanto, y no es excesivamente confortable porque, aparte de una serie de incomodidades y malos tratos variados, no se disfruta de la posibilidad de contemplar a dios, algo que en el mejor de los casos debe resultar agotador (digo, contemplarlo), teniendo en cuenta que ni en el cielo ni en el purgatorio hay nada conocido que hacer y tener como única ocupación observar a algo o a alguien debe resultar extenuante. Lo fundamental es que al igual que en el juego de la oca, pasado el tiempo de castigo que un alma haya merecido, pasa al cielo como uno más de los allí residentes.

Antes, y hasta hace no mucho, se disponía de una cuarta opción muy desangelada, que se llamaba limbo. Allí iban, tras su muerte, las almas de los inocentes no bautizados (ignoro hasta qué edad se considera inocente a los humanos). La cuestión es que me parece recordar que hace unos años –no muchos- que ese señor llamado Papa decidió que el limbo no existía y con eso se cerró un lugar que no contaba con muchos inquilinos ni preocupaba en exceso a los creyentes.

Volviendo a aquello de los evangelios de lo que hablaba al comienzo. Existe un libro, llamado Biblia, que en una u otra de sus numerosísimas versiones, es algo así como la base fundacional de la religión llamada judaica –lo llaman Tora- y del cristianismo. En este último caso, cada facción o secta escoge como oficial la versión que más se ajusta a sus propósitos y si no la encuentra, elabora una nueva.

En el caso del cristianismo, este libro está dividido en dos partes: Antiguo y Nuevo Testamento. En el primero de ellos la estrella es dios-padre, al que se supone revelador o inspirador de los textos. El Nuevo Testamento está compuesto principalmente por los evangelios de los que me estoy ocupando y el protagonista indiscutible es dios-hijo. La tercera persona dios-espíritu-santo tiene apariciones fugaces en las dos partes, también llamadas “cameos”.

Lo más curioso es que el contenido del Nuevo contradice con frecuencia lo que se expone o argumenta en el Antiguo, pero se trata de una más de esas contradicciones o asuntos increíbles que hay que aceptar mediante una inducción a cerrar los ojos a la realidad, una supuesta virtud que recibe el nombre de “fe”.

Para que cualquiera pueda entender lo que es esto de la fe: supongamos que alguien pasa por la puerta de un local donde está dando una conferencia algún político de la derechona y entra con curiosidad para conocer de cerca el mensaje que se está transmitiendo. Allí se está prometiendo un futuro mejor y asegurando que el hablante y los suyos van a mover Roma con Santiago para que los trabajadores vivan mejor, para mejorar la sanidad y la enseñanza pública. Ese alguien sale del local escéptico con una sonrisa en los labios y continua su camino hasta que decide entrar en un templo que encuentra más allá. Imaginemos que penetra hasta el interior del templo y allí se le acerca el párroco (que es una especie de manager de ese local franquiciado) y le dice: “dios es el que es y viene de donde viene, es uno en esencia y trino en persona”. Nuestro protagonista acepta todo sin más preguntas y ni se le ocurre soltar la carcajada. A eso se le llama fe.

*Como algún amigo se ha extrañado de esta referencia a la familia, quiero señalar dónde pueden encontrarlas: San Mateo 12, San Marcos 3 y San Lucas 8.

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