25 diciembre 2009

Mitos y credulidad


Al menos en los tiempos en que yo estudié bachillerato, a todos nos daban un repaso –bastante ligero– sobre la mitología griega y romana, y tanto el profesor como los sufridos alumnos no podíamos evitar una distraída sonrisa al pensar en lo tontos que debían ser aquellos greco-romanos para tragarse semejante colección de disparates y adorar a aquellos seres de existencia improbable o imposible.

Pongamos como ejemplo a Minerva, una diosa de la mitología romana, nombre que quizás nos resulte más familiar que Atenea, su equivalente griega. Esta diosa de la sabiduría, las artes e incluso de la guerra tuvo un origen que podríamos llamar sorprendente, pues según parece su padre Júpiter estaba sufriendo grandes dolores de cabeza y pidió a Vulcano que le aplicase un remedio para aliviarle. Vulcano, sin encomendarse a nadie pues para eso era un dios, le encajó un hachazo en mitad de la frente y de ahí surgió Minerva como hija no concebida, e incluso malas lenguas aseguran que nació ya mayorcita y con el casco con el que suele representarse. Se ignora si los dolores de cabeza de Júpiter desaparecieron con este extraño alumbramiento, pero sí se sabe que Minerva permaneció siempre virgen, situación que parece provocar admiración entre la gente sencilla.

Son muchas y variadas las hazañas que se le atribuyen, pero baste decir que estuvo presente en episodios muy sonados, el más conocido de todos la guerra de Troya. De verdad asombroso y muy vistoso aunque un poco rebuscado, pero es que los griegos eran así.

Pasemos ahora a considerar el cristianismo, una fe en la que seguramente se han criado todos o casi todos los que me han rodeado en mi vida. Eso sí que son historias bien vertebradas y creíbles sin gran esfuerzo.

Resulta que el dios es uno, aunque son tres, pero en realidad es uno. Sencillo, ¿no? Pues verán, el padre -llamado con frecuencia Jehová– suele ser representado mediante un triángulo a veces isósceles y a veces equilátero, y si el representador tiene su día artístico añade un ojo en el centro de este triángulo para hacerlo más real, puesto que todo buen triángulo debe disponer de su correspondiente ojo central; también se representa a Jehová como un señor mayor de largas barbas y mirada penetrante, con el consabido triángulo tras la cabeza. Por lo que se cuenta de él tiene un carácter fuerte, lanza rayos a la primera de cambio contra el que le desaira u ofende, en ocasiones padece falta de seguridad en sí mismo y caprichos extraños que le llevan a pedir a sus creyentes el sacrificio de su hijo para demostrar que le ama como debe ser, etc. Es muy fácil diagnosticarle cierta megalomanía combinada con un estado maníaco-depresivo.

Algunas de las travesuras atribuidas a este dios-padre son extraordinariamente amenas y pintorescas. En una ocasión le dio por inundar la Tierra entera como castigo a la maldad de la raza humana y por ello encargó la construcción de una enorme nave –llamada “arca”– a nada menos que el único hombre justo de todo el planeta, un tal Noé, quien además debería ocuparse de buscar e introducir en la nave una pareja de cada especie de ser vivo (aparte de su propia familia), tarea evidentemente sencilla de llevar a cabo aprovechando las vacaciones de Noé y su necesario conocimiento del bricolaje, aunque se especula que debió de contar con la ayuda de sus tres hijos, entre otras cosas porque a este único-hombre-justo-del-planeta le gustaba en exceso el tintorro. Muy bien debió de hacerlo todo porque, efectivamente, a nuestros días han llegado infinidad de especies. Nada se ha escrito sobre las toneladas de piensos compuestos que debió cargar en el arca para alimentar a tanto bicho durante los 40 días que duró la aventura más qué sé yo cuántos esperando que se secaran un poco los charcos, pero no vamos a detenernos en menudencias. En la actualidad muchos aventureros e investigadores dedican su tiempo a buscar los restos de esta arca, lo que dadas sus obligadas dimensiones debería ser tarea bastante sencilla de llevar a cabo, me parece a mí, pues su tamaño debería ser algo así como toda la provincia de Álava.

Esta “primera persona” deja de manifestarse y pasa a segundo plano cuando aparece en escena la llamada “segunda persona” de esa trinidad a la que me refería al principio. Esta segunda persona se llama “el hijo” o familiarmente Jesús, Cristo, Jesucristo, Nazareno, etc.

Es la manifestación más compleja de esos tres que en realidad son uno. Nace, pero había existido siempre, como cualquier dios que pretenda ser tomado en serio. Su nacimiento tiene lugar en una familia peculiar.

Su madre, llamada María, contrae matrimonio con un señor llamado José, de profesión carpintero, y se supone que tras la boda y al llegar la noche, cuando sin más dilación el matrimonio suele consumarse, mantendría una conversación con el llamado José más o menos en los siguientes términos: “mira, José, tú y yo hemos contraído matrimonio pero esto no es más que un paripé, así que ni se te ocurra ponerme la mano encima porque, aunque todavía no he recibido comunicación oficial, parece que transcurrido cierto tiempo voy a ser fecundada de manera especial y mi hijo será dios”. José entiende a la primera lo que le explica –¡un tipo agudo!– y con viril laconismo debió de contestar algo así como “vale, me parece perfecto”.

Efectivamente, transcurre algún tiempo (en realidad no se tiene certeza de cuánto) y a María, virgen como ninguna casada, se le aparece un arcángel, que es un señor que no tiene sexo -como los madelman– y va vestido con túnica blanca muy difícil de confeccionar, pues el tal tiene unas grandes alas en la espalda que le impiden, por ejemplo, usar camisetas normales; por cierto que estas alas son sólo un farol inútil pues los arcángeles no vuelan, simplemente “se aparecen”. Confirma a María lo que ella ya advirtió a José, casi simultáneamente se presenta en el mismo lugar una paloma (tranquilos, al final hablo más de ella) y ¡tatacháaan!, María está embarazada. Hay mujeres que se quejan a sus maridos de la velocidad con la que se “relacionan” con ellas, pero esto debió ser bastante peor. Se supone que tras el episodio ella le transmite a José, su marido, la buena nueva de que una paloma la ha dejado en estado de buena esperanza y él probablemente, hecho a todo, le contesta comme d’habitude aquello de, “vale, me parece perfecto”.

No hay que dar por sentado que José fuera vocacionalmente un consentidor; cuenta el cronista que en algún momento este señor, un tanto mosca, se planteó repudiar a su virgen esposa, pero alguna presión en contra debió recibir porque lo cierto es que desistió de su empeño.

Permítaseme un paréntesis para explicar algo fundamental sobre este respecto. Al cabo de unos siglos de estos acontecimientos, la Iglesia que posee la franquicia de todo este montaje decidió que lo de la paloma fecundadora y la virginidad era cosa de dogma, es decir, que quien no se lo creyera ya podía darse de baja –es un decir– y contar con que va a quemarse en el fuego eterno. Esto del fuego eterno es un argumento muy trabajado por esta Iglesia, porque permite que los creyentes vivan permanentemente acongojados por la que les puede caer encima. De hecho su poder se basa en buena parte en esta amenaza.

Aunque no se cita, es fácil imaginar que es tras nueve meses que finalmente nace ese niño que es dios, en forma de su segunda persona del singular (y tan singular). Se relatan episodios confusos sobre viajes para empadronarse, problemas con la reserva de alojamiento, reyes magos que vienen a felicitar el acontecimiento, etc. etc.; pero mejor no gastar palabras en todo eso porque es materia muy conocida. El caso es que aunque el arcángel había dicho que al niño se le llamase Emmanuel, por razones que desconozco y no descarto que fuera por imposición de algún familiar, se terminó llamando Jesús, que pasado el tiempo sería llamado Cristo o Jesucristo, para mayor confusión.

Suele decirse que los niños al nacer traen un pan bajo el brazo. En este caso lo que trajo fue el más terrible gafe para todos los niños nacidos por aquellas fechas pues el rey local, llamado Herodes, cogió un berrinche espectacular por el advenimiento de Jesús y mandó decapitar a todos los nacidos recientes, pero justamente quien dio lugar a aquella matanza –Jesús– se salvó porque el marido de su madre –José– recibió un chivatazo y salieron corriendo para Egipto sin decir palabra a nadie. Pelillos a la mar; se cree que los padres de los infantes masacrados por Herodes se convirtieron de inmediato al cristianismo, en agradecimiento por los bienes recibidos, eso que ahora se denominaría "daños colaterales".

En Egipto los canteros no conocían el paro, pero no había mucha tarea para un carpintero, así que pasado un tiempo y una vez que la cosa se enfrió, la familia regresó a su tierra y, para que a la criaturita pudiera llamársele en el futuro aquello de “nazareno”, decidieron instalarse en Nazaret. Nada se sabe de Jesús en bastantes años, salvo que todavía niño, a veces se presentaba en los templos y les soltaba unos discursos impresionantes a los sacerdotes, y estos se llenaban de asombro y alababan tanta sabiduría. Imaginen qué pasaría hoy si en la misa de doce un niño se va a donde está el sacerdote, le interrumpe y empieza a soltar frases geniales. Qué se le va a hacer, las cosas no son lo que eran y tienen razón quienes dicen que ahora faltan oportunidades.

Transcurre un periodo durante el que se cuenta que Jesús se dedicó a cosas tan naturales como transformar unos pocos panes y peces en tal cantidad como para alimentar a una multitud de miles de personas. También caminaba sobre las aguas, resucitaba algún muerto, etc., lo normal si uno quiere adquirir cierto renombre entre el pueblo llano. También gustaba de referirse con frecuencia a su padre, que no era el tal José (del que nunca más se supo después del papelón que le tocó desempeñar), sino dios en la primera persona, aquella del triángulo y el ojo. La gente oía aquello del “padre”, cada vez que lo citaba, con cierta actitud de cachondeo, pero debían de pensar que dadas sus habilidades y puesto que entretenía a la concurrencia, merecía que se le permitiera alguna excentricidad.

Pues bien, la difusión de esas hazañas permitieron que cuando comenzó lo que podríamos llamar el fin de su estancia en este perro mundo, al presentarse en Jerusalén cuando ya había cumplido los 33 años, hubiera una multitud de personas festejando su llegada (más de cien mil según los organizadores, ochocientos doce según la prefectura), muchas de ellas agitando grandes ramas de palmera, costumbre muy común en aquel entonces para manifestar alegría y contento.

Hay que confesarlo: a muchos su llegada les debió de coger de malas, porque si no es imposible comprender cómo al poco tiempo lo cogieron preso y a petición de los mismos que habían agitado aquellas ramas de palmera a su llegada, fue condenado a muerte. Quiso la suerte que se decidiera darle muerte mediante la crucifixión, lo que proporcionó un magnífico símbolo-logotipo a la Iglesia que se fundaría para adorar a aquel dios, pues esta Iglesia, para concentrar esfuerzos, se dedicó preferentemente a Jesús y dejó de lado a la primera persona y también a la tercera, a la que ahora me referiré. No quiero ni pensar cómo habría ido la cosa sin en vez de la cruz hubieran usado la guillotina, por ejemplo. Imagínense una guillotina presidiendo cualquier tumba. No se presta a ser colocada en ninguna parte colgada de la pared ni a representaciones a pequeña escala y además resulta incoherente representar a un señor en este artefacto con la cabeza todavía unida al tronco; pero a lo que íbamos…

Esta tercera persona llamada “espíritu santo” es también dios, pero poco, pues sus papeles son siempre secundarios. Solía manifestarse en forma de paloma y ocasionalmente en forma de lengua de fuego (algo realmente extravagante). El caso es que no acaba de tener un papel claro en toda esta historia y más bien debería llamarse “El Encargado de tareas complementarias y efectos especiales”. Lo importante es que desde que desapareció de escena el hijo –Jesús–, desapareció también esta tercera persona y hasta donde yo sé no ha vuelto a vérsela por ninguna parte, incluso puedo afirmar con seguridad que cuando alguien se encomienda a dios, ni se le pasa por la cabeza que quien atienda su llamada sea la divina paloma. Tan solo trabaja de manera permanente como asesor del representante de este dios en la Tierra, un tipo llamado Papa, que para evitar que le ocurra lo mismo que a su representado, vive en un palacio grandioso bien protegido e incluso posee un ejército propio en el que sus miembros son todos de nacionalidad suiza, vaya usted a saber por qué. Digo yo que quizás sea en agradecimiento por aquello del secreto bancario.

De hecho la religión surgida tras la muerte de Jesús, llamada cristianismo o –en su secta más fanática– catolicismo, abandonó el merchandising de dios-padre y de dios-espíritu-santo (su propio nombre ya apunta esa intencionalidad) y se consagró a dios-hijo y a otra cuasi deidad que es la llamada Virgen María, su madre biológica. De ésta hay cientos de manifestaciones, lo que permite practicar un politeísmo camuflado, muy bien acogido por sus adoradores, porque facilita lo que podríamos llamar el localteísmo, de gran éxito sobre todo en pueblos de fácil fanatismo y escasa cultura. Es mucho más gratificante creer en una Virgen que se apareció en un olivo del mismo pueblo donde se mora, que andar ocupándose de personajes pamplineros procedentes de oriente. Por cierto que para hacer más creíble toda la historia, la Virgen ascendió en cuerpo y alma a los cielos lo que, teniendo en cuenta que allí todos son espíritus puros, debe producir grandísimos problemas de espacio y compatibilidad.

Bien, ya sé que me he extendido mucho más con este dios –que son tres, pero en realidad uno– que con Minerva, pero es que este dios me toca más de cerca y además, mientras que no se conocen creyentes adoradores actuales de aquellos dioses, llamados “paganos” por nuestros contemporáneos, resulta que quienes creen en Jesús y la totalidad del trío son todavía legión, bien es cierto que con una fe un tanto alicaída, para justificar lo cual presentan excusas poco consistentes: que si las jerarquías, que si la afición del clero al manoseo de niños, que si el acaparamiento de riquezas…

No hay quien entienda a la gente. Puede encontrarse lógico y natural que rechacen por imposible todo aquel entramado de los dioses residentes en el Olimpo, pero ¿acaso le falta verosimilitud al cristianismo-catolicismo?, ¿qué es lo que quieren entonces?

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