05 enero 2010

Todos pecadores

Es norma que las iglesias, no satisfechas con imponer sus reglas de conducta, orientadas como fin último a la salvación del alma del creyente, desde siempre contemplen la posibilidad de hacerse con el poder político, bien sea haciendo que sus leyes sean las que gobiernen la nación, caso de los países teocráticos, o pretendiendo que las leyes civiles que se promulguen estén debidamente orientadas hacia sus intereses, adheridas como una piel que recubre todo el cuerpo legal de un país; caso de la religión católica en los lugares donde tiene presencia mayoritaria con respecto a otras religiones. Mención aparte merece España, donde el ejercicio del poder político ha sido una constante anhelada y perseguida por estos ministros de dios, al precio que sea, y ciertamente que con muy buenos resultados prácticos.

La cuestión es que, al igual que contravenir las leyes civiles se considera delito, la iglesia entiende que quien desobedece sus leyes ha cometido pecado y eso se le apunta en una especie de carnet por puntos. Si uno tiene la ocurrencia de morirse cuando tiene alguna de estas faltas –las graves- apuntada en su cuenta, no se salva del infierno, salvo con un recurso –suponiendo que se disponga de tiempo para ello- que ya explicaré más adelante. Lo importante es saber que hay tres clases de pecados y que de la primera clase, sólo existe una ocurrencia, mientras que de los otros dos puede haber y hay mil y una variantes.

El primero, lo miremos como lo miremos, es el pecado original: es original (en cuanto que pertenece al origen del hombre), según decidieron llamarlo en su día. Al tiempo es poco original, porque antes de que la historia de este pecado fuera incluida en el Génesis (Antiguo Testamento) ya se lo habían inventado otras religiones y culturas, como los hindúes, asirios y acadios, entre otros muchos. Lo que ocurre es que dado el éxito de la idea y puesto que da muy buen resultado poder chantajear a los creyentes, el judaísmo lo dio por bueno y como era de esperar el cristianismo-catolicismo también lo incluyó en su bagaje de amenazas.

La idea viene a ser que aquellos a los que –graciosamente- llaman nuestros primeros padres, Adán y Eva (con perdón de Darwin), vivían a todo lujo en un lugar ideal llamado Edén, que los más atrevidos llegan a situar entre los ríos Tigris y Eúfrates, pero con la prohibición expresa de comer el fruto de cierto árbol. Teniendo en cuenta que todas las culturas conocidas estaban situadas en aquella zona, no es de extrañar esa ubicación, pero si el Génesis se escribiera hoy en día y lo escribiera un bilbaíno, es posible que eligiera como ubicación la orilla del Nervión, por poner un ejemplo.


Como cabía esperar, aquello no podía durar y fueron inducidos al delito nada menos que por una serpiente satánica y por si era poco, la mujer –Eva- prácticamente obligó al pobre de Adán a comer de ese fruto, que resultó ser el del árbol del conocimiento. Observen que la mujer ya empezaba a dar señales de lo que caracterizaría su manera de ser en adelante, una organizadora de líos.

Aunque este relato se encuentre en un momento de gran tensión, tengo que hacer una pausa para decir unas palabras sobre eso que llaman el árbol del conocimiento, porque no se trataba de un árbol cualquiera. Tras comer el fruto, de repente, se dieron cuenta de que estaban desnudos, algo sorprendente, pues es evidente que al levantarse por las mañanas no se ponían nada y eso ellos tenían que notarlo. No se sabe nada del aspecto y origen del tal árbol, pero sería interesante contemplar la posibilidad de su cultivo extensivo, para que sus frutos proporcionaran a los humanos lo que miles y miles de escuelas no son capaces de poner al alcance de tanto zoquete.

Todo se les vino abajo, pues aparte de su expulsión de aquel parque temático llamado Edén, no hay cosa que a dios-padre (el que llevaba esto del paraíso terrenal) se le ocurriera quitarles que no lo hiciera efectivo, pese a que se le atribuye nada menos que ser infinitamente misericordioso: tras aquello, Adán y Eva pasaron también a ser mortales, algo de agradecer pues no quiero pensar cómo serían los niveles de ocupación del planeta si nadie se muriera.

Otro castigo más, quizás el más terrible: en adelante, esta pareja y todos sus descendientes, tendrían que ganarse el pan con el sudor de su frente, o dicho sin paráfrasis, se les condenaba a trabajar para proporcionar plusvalías al capitalista de turno o a sufrir todavía más escasez si se encontraban en el paro (de este castigo se encuentran excluidos el hijo de Tita Cervera, el de Isabel Pantoja y algunos más).

De todos modos, lo que resultó más terrible es que todo aquel desastre, consecuencia del pecado-delito cometido por un par de irresponsables, iba a condicionar el futuro de toda la humanidad e incluso que los recién nacidos tuvieran que ser liberados de aquella culpa pues, contraviniendo un principio básico del derecho, que dice que todo el mundo es inocente hasta que no se demuestre lo contrario, en este caso todo el mundo es culpable aun sin tener ni idea de qué va la cosa.

Una pregunta debe estar en la mente de algunos de los que me lean: ¿los marcianos también nacen con el pecado original, o esto sólo afecta a los terrícolas? Pues es un misterio, y nadie en toda la historia de la iglesia se ha preocupado por averiguar este extremo, cuya respuesta provocaría –fuera la que fuera- todavía más interrogantes. Es una incógnita qué actitud adoptarán sobre este pecado nuestros futuros visitantes del espacio el día en que desembarquen. Cae dentro de lo posible que exterminen el planeta por acusarles de una falta en la que no han participado. Ellos son así, pero es una idea tan estúpida y absurda como que al nacer tuviéramos una multa de aparcamiento.

Como no era cosa de fastidiar en exceso y sí de vender el quitapecados, la iglesia se inventó el bautismo, que es una especie de “todo-en-uno” virtual, pues con tan solo verter un poco de agua sobre el pecador o proceder a su inmersión (esto, en algunas variantes) le produce efectos múltiples: elimina éste y otros pecados que pudiera tener y lo deja como nuevo (aunque lo de vivir del cuento y no trabajar, como Adán y Eva, parece que nada de nada) y de paso lo inscribe como miembro de la iglesia. Teniendo en cuenta que este bautismo suele llevarse a cabo en un plazo corto tras el nacimiento del sujeto, da la sensación de que su opinión no pesa mucho a la hora de inscribirle en el club, pero es que el parecer de esos seres, a los que tanto ama este dios y su iglesia, nunca ha contado mucho. Precisamente quien esto escribe ha intentado por diversos medios darse de baja, aunque ha resultado imposible, pero esa es otra historia. Todo el mundo sabe que el vínculo entre esta iglesia y sus creyentes es aún más indisoluble que el que existe entre una operadora telefónica y sus abonados.

De este pecado, como he dicho, no se libra nadie, aunque hay alguna excepción. La Virgen María -¡cómo no!- nació sin esta mancha y por supuesto Jesús tampoco, aunque hay un aspecto misterioso en éste último: por supuesto que dios-hijo, aunque no fuera más que por parentesco con dios-padre, no podía estar marcado por ningún pecado, pero lo cierto es que ya mayorcito decidió bautizarse como cualquiera, aunque no hay que darle mayor importancia y probablemente fuera sólo por dárselas de demócrata.

La siguiente categoría de pecado, por orden de gravedad, es el llamado “mortal”. Cometen esta falta quienes faltan a alguno de los diez preceptos llamados “mandamientos” que, según sostienen, fueron entregados por dios-padre a un tipo llamado Moisés, en lo alto de un monte y escritos sobre una piedra plana de gran tamaño. Si uno muere con uno de estos en el curriculum está perdido y va de cabeza al infierno.

No hay que hacerse ilusiones porque sean sólo un número tan exiguo como diez, pues de las interpretaciones que la iglesia hace de ellos, da para reprimir casi todo. Lo único que parece no estar penado es que “una mujer desee el marido de su prójima”, pero tampoco hay que fiarse en exceso, pues algo se les ocurrirá. Hay alguno de estos mandamientos que aparenta ser muy fácil de seguir si se tiene algo de interés, pues por ejemplo, el quinto ordena no matar y, aunque a veces cueste contenerse, es cuestión generalmente aceptada que hay que poseer muy mal carácter para cargarse a alguien. Sin embargo el primero, se me hace que debe ser complicado de cumplir, y de hecho no conozco a nadie que lo siga con fidelidad. Se trata de “amar a dios sobre todas las cosas” lo que, aparte de un alarde ególatra por parte de dios-padre (autor del decálogo), me parece mucho exigir a quienes no le conocen más que de oídas.

En su afán de corregir o complementar a dios (algo específicamente prohibido por el ser supremo), la iglesia promulgó la lista de unos pecados llamados capitales, en número de siete, pero requeriría tanto espacio tratar sobre ellos que mejor lo dejo. Hay incluso libros donde se trata jocosamente sobre ellos y yo no lo voy a mejorar.


Hay otros mandamientos cuyo incumplimiento es también un pecado grave. Se trata de los “mandamientos de la iglesia”, que son otros cinco y que resultan tratar asuntos casi administrativos y concretos, como es la realización de tal o cual acto cada cierto tiempo. Debo señalar que cuando tuve la ocasión de aprender de memoria estos cinco mandamientos, con pocos añitos cumplidos, el quinto decía literalmente “Pagar diezmos y primicias a la iglesia de dios”. Como el texto resultaba bastante esotérico (¿qué es eso de primicias?), actualmente ha cambiado y dice “Ayudar a la iglesia en sus necesidades económicas” lo que debe interpretarse algo así como “soltar dinero en metálico al acudir a oficios religiosos y, desde luego, marcar la casilla en la Declaración de Hacienda”. Aunque he buscado y hasta encontrado en Internet una supuesta edición del catecismo de 1957, la redacción tal y como yo la conocía ha desaparecido, gracias a la manipulación de los interesados en ello. Si alguien tiene un Ripalda de aquella época, que me lo diga.

No merece la pena hablar mucho sobre la tercera categoría del pecado, llamados “veniales” o exactamente “pecata minuta”. No conozco una relación exhaustiva de ellos ni la hay que yo sepa, pero si no recuerdo mal, abarcan la casi totalidad de actitudes u obras posibles, de manera que mejor no moverse. A su favor cabe decir que si se muere con alguno de estos, en vez de al infierno, se va al purgatorio. Un chollo. No quiero dejar de mencionar que el purgatorio es un lugar totalmente inventado por la jerarquía de la iglesia, puesto que en ninguna parte de la Biblia se habla de ello.

Y ahora la gran pregunta: ¿cómo se arregla todo este lío y se borra el curriculum? La respuesta es: con el arrepentimiento y la confesión. Esto permite que cualquiera se levante por la mañana decidido a cometer toda clase de atropellos, pero por la tarde se pasa por el confesionario del templo más cercano y lo arregla todo. Puede fornicar, robar, matar, etc. sin problemas, porque basta con pasar por el confesionario y con unas oraciones “tout pardonné”.

Hablan también sobre las dos formas del arrepentimiento, que son llamadas “contrición” y “atrición”. Para quienes no estén versados en este asunto, le aclararé que la primera consiste en arrepentirse por haber ofendido a dios. Suena maravilloso, pero ya me dirán quiénes son capaces sinceramente de ese sentimiento y si hay alguien tan virtuoso, que me explique por favor si se ha arrepentido una sola vez en la vida o es algo que realice con habitualidad, porque en este último caso –la repetición frecuente- no cuela y hay que aplicarle la segunda opción, que es la conocida como “atrición”. Ésta suena más real, pues se trata de arrepentirse por puro miedo al castigo del infierno, esa amenaza que la iglesia usa permanentemente. Es probable que con ese tipo de arrepentimiento, si se tiene la mala suerte de morir, se vaya al purgatorio por algunos siglos, pero ya se sabe que no se hacen tortillas sin romper huevos.

Recuerdo una historieta de mis iniciales tiempos de colegial. Parece que Jesús dijo en alguna ocasión que “es mas difícil que un rico entre en el reino de los cielos que un camello pase por el ojo de una aguja”. Aquello debía tener bastante molestos a quienes poseían su capitalito, que al fin eran los que sostenían a la iglesia -en todos los sentidos- y ya en los años posteriores del bachillerato se nos aclaraba en los textos que “Jesús se refería a una pequeña puerta existente en la muralla de Jerusalén, en la que los camellos tenían que arrodillarse y arrastrarse para poder pasar”. A eso se le llama tener remedio para todo, y digo yo, ¿cómo no se le ocurrió al prefecto de Jerusalén (o a quien llevase las obras públicas) ampliar un poco la altura de aquella puerta?

En fin, la cosa es que una vez sin pecados en la cuenta, lo suyo es recibir la comunión, que consiste en ir a la iglesia y recibir en la boca un pequeño círculo de oblea hecho con harina de trigo –llamado hostia- y con ello tenemos a Cristo en nuestro interior. Cuando yo era jovencito, si esa hostia rozaba, siquiera fuese un poco, un diente o una muela, uno estaba perdido e iba al infierno, así que se aprendía a hacer todo tipo de contorsiones con la lengua para colocarla en el cielo de la boca (estoy seguro de que muchos se iniciaron así en habilidades linguales que emplearían de adultos) y esperar pacientemente de este modo hasta que se disolviera. Ahora se la entregan en mano al comulgante y que él se apañe. Cómo cambian las cosas…

Cuando yo era niño, y me creía todo lo que me contaban, y participaba en esas ceremonias, había que estar sin beber ni comer desde las doce de la noche anterior hasta que se recibía la comunión a la mañana siguiente, con lo que las posibilidades de ver apariciones por pura debilidad física eran elevadas, pero las cosas han cambiado y ahora tengo entendido que, atendiendo a la dureza de los tiempos actuales, han puesto el sacramento mucho más accesible.

Forma parte de esas facilidades que la iglesia va instaurando para frenar la sangría de fieles que viene sufriendo las últimas décadas, pero es inútil. Los españoles en su gran mayoría ya no son católicos; ahora sólo queda que vayan dándose cuenta. A coisa ficou dura.

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