15 febrero 2010

SEVILLA

He leído lo que un amigo escribe sobre Barcelona, la ciudad en la que transcurrió una parte de su infancia. A semejanza, me apetece hacerlo sobre Sevilla aunque, si aquel texto estaba en clave de alegría y optimismo por el brillante presente de la capital catalana, en mi caso el tono tiene que ser menos entusiasta. Yo diría que con la protesta y la nostalgia como referente.

Aunque hace un tiempo en que por rabia he decidido renunciar a mi "sevillanidad" y hasta, en el perfil que tengo en el blog, me declaro ubicado en Gerona (no se me ocurre una capital más lejana de Sevilla, dentro de la península), lo cierto es que nací en esta ciudad y en ella permanecí hasta los 13 años, edad en la que me trajeron a esta otra en la que, sin mucha convicción, permanezco.

Desde entonces, casi cada año, he vuelto a la capital andaluza para visitarla al menos por unos días y no puede decirse que su evolución me sorprenda, si no es porque ha cambiado enormemente mi percepción ante los cambios que va sufriendo y la forma en que me afectan.

Era la Sevilla en mis primeros años una ciudad familiar en la que, al menos dentro de una misma capa social, todo el mundo se conocía. Pobre como toda España lo era en aquella época, todavía tengo grabadas algunas escenas que permanecen en mi mente pese al tiempo: las mujeres que en La Campana vendían pan blanco de “estraperlo” dentro de unos cestos colgados al brazo y a las que vi perseguidas porra en mano por la “policía armada”, ya que eran evidentemente elementos de gran peligrosidad social; el tranvía de color amarillo en que nos desplazábamos a los jardines del Cristina y al que era posible detener fuera de la parada, con solo levantar la mano; el olor de las “moñas” de jazmines que mi tata colocaba en su pelo al llegar la primavera y que es responsable de que ahora, cuando huelo jazmín intenso, me sienta trasladado a aquel lugar, a aquella edad, a aquella compañía de mi tata Manuela por la que tanto cariño sentía…

Ninguna ciudad permanece igual pasado medio siglo y, nostalgias aparte, es lógico que Sevilla no sea la que era. La cuestión es si los cambios producidos han sido los razonables y han sido para bien o, por el contrario, se ha practicado demasiadas veces una política de expolio y beneficio -aparente- inmediato.

Es cierto, cosas positivas han ocurrido desde entonces en Sevilla. Ese AVE pionero, esa recuperación de las márgenes del río para el paseo y el ocio, algunas obras acertadas, como la transformación del cuartel de la Maestranza en teatro de ópera y auditorio, la recuperación como universidad de la antigua fábrica de tabacos (con uso anterior también como cuartel), los nuevos puentes sobre el río… pero con anterioridad se han cometido crímenes urbanísticos infames e irreparables: han desaparecido los teatros y cines emblemáticos de la ciudad (San Fernando, Cervantes, Álvarez-Quintero, Llorens donde se proyectó la primera película sonora que llegó a Sevilla, Coliseo España transformado en oficinas), se han derribado edificios proyectados por el genio de Aníbal González (autor de la plaza de España y la plaza de América en el parque de María Luisa, entre otras muchas obras), se han derribado palacios, uno de ellos el de la familia Sánchez-Dalp en la plaza del Duque (en la imagen) ¡para sustituirlo por El Corte Inglés!

Para rematar, en las calles de Tetuán y Sierpes, quintaesencia de esa Sevilla intemporal, han sustituido casi la totalidad de los antiguos comercios y bares por locales de esas franquicias que podemos encontrar en cualquier ocurrencia clónica de galería comercial. La plaza de la Magdalena, antaño rodeada de mansiones y edificios singulares, es actualmente casi un patio interior de El Corte Inglés. Y estoy hablando sólo de lo que era mi entorno cuando vivía allí.

Puede que algunos llamen a eso la huella del progreso, pero creo que podría haberse hecho de otra manera. Sevilla es ahora, en buena parte, una parodia de Sevilla.

3 comentarios:

Paco dijo...

Bueno, en esto no tengo más remedio que darte la razón, pero ya sabes que en otros aspectos, no.

Luis G dijo...

Me alegro de que mi escrito sobre Barcelona te haya inducido a escribir sobre Sevilla. Sin embargo, no puedo compartir tu pesimismo. El mundo avanza en una sola dirección, y en su evolución arrincona o destruye algunas cosas y hace emerger o construye otras. Lo importante es el saldo, pero sucede que la valoración de éste es siempre subjetiva; y mientras que yo veo el vaso de Barcelona medio lleno, observo que tú aprecias el de Sevilla medio vacío.
Sevilla sigue siendo una gran ciudad, ahora quizá menos folclórica y popular, pero más moderna y progresista.
Luis Guijarro.

Mulliner dijo...

Sevilla tenía, según la Unesco, el casco antiguo mayor de Europa. Ahora podría decirse que tiene la cáscara vacía más grande. No es que yo vea el vaso medio vacío, es que está casi vacío. Si tú vieras lo que era el Coliseo España y lo que es ahora, llorarías o, al menos, llora cualquiera que tenga cercanía sentimental con la ciudad.

Sigue tristemente folclórica para lo malo, rancia y escasamente progresista, escenario perfecto para los turistas japoneses.