25 junio 2010

Tolerancia

¡Qué palabra más bonita y a qué cantidad de usos e interpretaciones se presta! No me digan –por ejemplo- que no es fantástica esa expresión “casas de tolerancia” como un exquisito eufemismo para evitar decir prostíbulo. Por cierto, y hablando de eufemismo, no resisto la tentación de contar algo que leí en alguna parte. Existía en Murcia una calle llamada de la Mancebía, pueden imaginar por qué. Cuando esa actividad fue prohibida se obligó a cambiar el nombre de la calle y pasó a llamarse… calle de la Magdalena. Gente sutil, ¿no?

Volviendo a lo inicial. Dice el diccionario de la RAE en su principal acepción que tolerancia es «Respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias», ¿a que nos parece bien a casi todos? Lo malo es que ahí no dice cuánta hay que tener, cuánto tiempo continuado debe ser mantenida, ni referida a qué materias. Y viene a colación una frase que leí en un artículo no hace mucho: «La tolerancia llevada al extremo deja de ser una virtud».

Por ejemplo, si un ciudadano se encuentra al pie de mi ventana tocando insistentemente el claxon de su coche sin motivo aparente, ¿cuánto tiempo debo soportarlo antes de desearle la muerte repentina?

Si mi vecino de planta es un hortera irrecuperable y la última hazaña que lleva a cabo es colocar ante su puerta un felpudo de color amarillo con grandes letras negras que dicen «Olvide el perro. Cuidado con los niños», ¿debo llamar a su timbre e indicarle que el descansillo común no es lugar para chascarrillos, o resignarme en pro de la convivencia?

A mi edad, hay ciertos hábitos que son inamovibles y casualmente no pienso avergonzarme por ello ni mucho menos. Por ejemplo, si comparto mesa con otras personas, cosa habitual, ¿resulta muy chocante que exija un comportamiento correcto –no remilgado-, una higiene aceptable y una vestimenta adecuada? Pues parece que hay quienes consideran que debo aceptar en la mesa a alguien que no observe una o varias de esas reglas. Sin exagerar, sé de un asunto de esa índole que terminó nada menos que en divorcio.

¿Debo aceptar con indiferencia que en un lugar público, digamos en una playa, una pareja se dedique a la exploración corporal recíproca, hasta el punto de que ruborizarían al propio Hugh Hefner?, ¿y si esa pareja estuviese compuesta por personas del mismo sexo?, ¿y si decidieran quitarse toda la ropa? Sé de quien ha tenido que presenciar esa escena, pero sin ir tan lejos ahí tenemos en la ciudad de Barcelona a quien en uso de un supuesto derecho a la libertad, un perturbado, se pasea completamente desnudo todos los días, ¿es ése su derecho y no el mío reclamar por ese abuso y ese atentado al buen gusto?

Me da lo mismo que mi vecino sea católico, musulmán, ateo o de la iglesia de la cienciología, pero ¿realmente soy un intolerante porque no soporte que la iglesia que edificaron al lado de mi casa, cuando yo llevaba viviendo en el lugar más de 25 años, considere necesario anunciar los oficios religiosos con nada menos que 90 campanadas cada vez -más que fieles que acuden al llamado- pese a las ordenanzas sobre contaminación acústica y a las denuncias presentadas por los vecinos?, ¿debo sentirme culpable por desearle al párroco y a sus amados feligreses que se partan el cuello?

La verdad es que conviene ejercer la tolerancia, más que nada para evitar morir de un infarto u otro tipo de soponcio, pero es verdad también que cuesta mucho resignarse. Salvo que uno sea de los que tocan el claxon, no respeta al vecino, aparca donde le viene en gana, en la mesa tenga modales de cafre o apoye a personajes como el párroco del que hablo, esto último seguramente por simple afinidad doctrinal.

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