25 noviembre 2010

El cine que se ama

Quizás sea un poco exagerado relacionar cine y el amor a este arte, porque eso supondría que la generalidad siente por esta manifestación artística un sentimiento casi sublime; que lo considera como algo más que un pasatiempo de unos noventa minutos, pasados los cuales se olvida lo que se ha visto y a otra cosa, pero me parece que bien sea en las salas tradicionales, en la televisión frente al sofá o incluso en el propio ordenador, casi todos frecuentan la contemplación de esas obras que si son aceptablemente buenas, nos transportan durante esa hora y media –que ahora suelen ser dos o más a una vida que no es la propia.

Acabo de leer una columna de Javier Marías, y como me ocurre muchas veces –que no todas coincido en buena parte con lo que él postula en su artículo. Habla sobre una encuesta realizada por El País a cien personajes hispanoamericanos –en realidad, la mayoría españoles a secas sobre los cien actores y cien películas que más valoran. Marías se asombra de que el número de españoles de unos y otras sea tan elevado como para quedar en segundo lugar, a corta distancia de los norteamericanos.

No se trata de regatear méritos a unos o a otros, e incluso estoy en franco desacuerdo con la escasa categoría que parece otorgar este escritor a un actor como Fernando Fernán-Gómez para mí de lo mejorcito entre los que ha habido y hay sino de la falta de memoria que padecen estos cineastas opinantes. Habrá que recordar que cuando aquí estábamos haciendo éxitos del mundo mundial como “¿Dónde vas Alfonso XII?” (1958), “Raza” (1942), “La Lola se va a los puertos” (1947) o “La Señora de Fátima” (1951), en los EE.UU. filmaban “Con faldas y a lo loco” (1959), “Casablanca” (1942), “Siete novias para siete hermanos” (1954) o “El mago de Oz” (1939).

Las comparaciones, que no son odiosas sino necesarias, no pueden realizarse con apenas cuatro películas, y habría que repasar las buenísimas obras con las que en tiempos pasados nos obsequiaron los franceses e italianos, por no mencionar a los británicos, suecos, etc. Estoy hablando de esas películas que durante el tiempo que duraba su proyección nos hacían olvidar que existíamos y nos permitían meternos en la piel de sus atrayentes personajes. La verdad es que nunca conseguí ni deseé vivir los papeles de Vicente Parra, Alfredo Mayo o José Luis López Vázquez, por más que este último hiciera películas de indiscutible calidad, pero es que estoy hablando de sueños y si algo le ha faltado al cine español es la capacidad de producir ensoñaciones.

Para remate, guste o no, el cine como tal lo han inventado los norteamericanos y ha funcionado como un sistema realimentado: cuanto más cine de aquella procedencia veíamos, más cine con ese origen queríamos. Nuestra cultura cinematográfica es de manera general norteamericana.

Por el contrario, nuestro cine ha sido tradicionalmente o malo de remate, o de una trascendencia que no siempre apetece soportar. Por eso, nuestros mejores directores han sido Buñuel, Bardem y Saura –y poco más en que para ver sus mejores películas parecía conveniente no encontrarse en estado depresivo, porque con certeza, podríamos morir en el empeño.

Todavía estos días y muchos otros anteriores he disfrutado y disfruto y pienso seguir repasando películas de Fred Astaire, Burt Lancaster, Marilyn Monroe –Stanley Donen, Fred Zinnemann, Henry Hathaway y tantos otros que, esos sí, me trasladaron lejos de una realidad que no era ni es de lo más alentadora.

Por desgracia, el cine de EE.UU. y no digamos el francés e italiano, ha ido volviéndose tan cutre como el mundo real es y eso nos ha puesto fácil alcanzarles y aunque en pequeñas cantidades, hoy se hacen aquí películas que no tienen nada que envidiar a las de otras procedencias. No voy a olvidar una referencia al cine argentino que, a mi parecer, tiene desde hace algún tiempo algunas producciones admirables y gana adeptos a cada nueva película que nos llega.

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