23 mayo 2011

Entre todos lo mataron...

Repetía mi madre, cuando venía a colación, un dicho bastante popular allá por Cádiz, su tierra: Entre todos lo mataron y él solito se murió. A mí siempre me encantó la frase, me parece de lo más expresiva y hoy tengo la ocasión perfecta para utilizarla, en referencia a lo ocurrido en las elecciones de ayer, 22 de mayo.

Teníamos un PP cuyo mantra de “Zapatero es el responsable de todo” ha sido repetido tantas veces que, estoy seguro, hasta la propia madre del presidente debe haber llegado al convencimiento de que su vástago es el autor de los tsunamis asiáticos e incluso el responsable de la muerte del mismísimo Manolete. Sin embargo, las pocas veces que he conseguido que alguien concrete las acusaciones hacia el presidente –soslayando la simpleza de que ha hundido España, etc. etc.– lo que han hecho ha sido responsabilizarle tópicamente de la crisis económica y el paro, como si todo eso de los CDOs, Lehmans Brothers y amiguetes (véase el documental Inside Job) fuera una pesadilla de otros con la que no tenemos nada que ver o como si la deficiente estructura económica de España, basada en la construcción y el turismo, hubiera sido un invento del hombre del talante y no una apuesta lanzada en firme por el incalificable Aznar durante su sultanato.

Teníamos unos revolucionarios "modelo Facebook" –con los que por cierto coincido en muchas cosas– acampados en las plazas de las ciudades jugando con fuego y hablando de propuestas que no ofrecían alternativas sino ensoñaciones y ahí siguen esperando no sé exactamente qué, pero mucho me temo que con la fecha de consumo preferente a punto de vencer.

Teníamos un PSOE cometiendo más torpezas de las deseables –aunque no tantas como le imputan– y sin saber explicar a la calle la dura realidad, quizás por una mal entendida lealtad institucional hacia sus adversarios políticos, pues para explicar cómo están las cosas habría que entrar duro contra esos hipócritas que fingen escandalizarse con los recortes sociales, cuando si algo tienen esos recortes, es que a la oposición le parecen cortos.

Me he hartado de recordar a quienes pedían una nueva revolución de octubre que para eso hace falta un respaldo sin fisuras a quien lidera y estar dispuestos a llegar hasta donde sea preciso, algo que no se vislumbraba en los que mantenían esta exigencia.

Al final, tras mucho quejarnos por el bipartidismo y como dice un comentarista de cierto periódico, hemos conseguido acabar con ese sistema y en la práctica casi hemos implantado en España el sistema de partido único, que no es sostenido precisamente por un peligroso grupo marxista, sino por un partido impregnado de corrupción hasta las trancas, con unas prácticas y unas doctrinas neocons estremecedoras. El PSOE ha quedado lo que se dice aplastado y necesitará mucho tiempo para salir del agujero, si es que alguna vez sale. En todas partes, aparte los casos de Cataluña y el País Vasco, las otras opciones han quedado en poco más que una broma, aunque sus dirigentes saquen pecho y afirmen –como de costumbre– que lo suyo es un triunfo espectacular. Es un hecho sin discusión que la victoria del PP ha sido arrolladora y ahí están todas las capitales de provincia de Andalucía y tantas otras con mayoría absoluta de ese partido y un mapa autonómico casi totalmente teñido por –de nuevo– más mayorías absolutas de los mismos.

Que el PSOE no sigue la línea que debiera y traiciona a sus votantes, es algo indudable, aunque quizás sea más exacto afirmar que por querer contentar a la izquierda y a la derecha terminan fastidiando a todos y perdiendo a sus propios votantes, sin ganarse a ninguno de los contrarios. Que quienes afirman que PP y PSOE son lo mismo, van a tener ocasión de comprobar lo equivocados que estaban, indudable también.

Si yo tuviera ahora 30 ó 40 años, tomaría lo sucedido en estas elecciones como un escarmiento merecido para quienes no han sabido administrar sus posibilidades y las esperanzas depositadas en ellos y me sentaría a contemplar si los del movimiento 15M llegan a alguna conclusión –que me temo que no–, pero resulta que tengo bastantes más años y esperar al menos ocho o nueve a que la política española se enderece se me hace muy duro, por no decir que hasta quizás esté fuera de mi alcance. Sin contar con que en ese plazo el partido dominante va a privatizar –sin marcha atrás– hasta los bancos de los parques.  

Pues eso, a apretar los dientes y que el último apague la luz y cierre la puerta.

15 mayo 2011

Esa memoria...

No voy a negar que me inquieto, y mucho, cada vez que no recuerdo dónde dejé las gafas, qué comí el día anterior o de qué iba la película que vi por la noche. Me inquieto porque no sé si es una manifestación más de la vejez rotunda que se me viene encima, con la inquietante amenaza de la demencia senil, o un despiste más de los que la mayoría de las personas tienen a diario y con los que se acostumbran a convivir. Ya se sabe: si uno tropieza cuando tiene 20 años, es un patoso momentáneo; si lo hace con 60 años, es que –necesariamente– está decrépito.

Pesa mucho en mi preocupación aquello que hace pocos años leí de que “no hay inteligencia sin memoria” y a mí, que sentía cierto desprecio por la memoria como atributo, me desconcertó, porque tengo que pensar que no soy el único que pretende dar cobijo a cierta inteligencia, cuanta más mejor.

El caso es que hoy, mientras atendía el telediario del mediodía, he visto al llamado líder de la oposición –aunque la mayoría de la oposición más que sentirse liderada, lo deteste– afirmar una vez más los maravillosos resultados que traerá a todos los ciudadanos su elevación a presidente del gobierno de la nación.

Para mi alivio de un lado y desazón por otro, he vuelto a ser consciente de que no existe la memoria como virtud generalizada –aunque algunos puedan aprenderse el código civil completo– y prueba de ello es que a pesar de todo lo vivido, seguimos acudiendo a votar en cada convocatoria de elecciones y hasta a ilusionarnos –cada vez menos, es verdad– por las promesas que los candidatos nos hacen de un mundo mejor si optamos por la papeleta donde figura su nombre o partido.

No dudo de que en la política haya personas cuya motivación sea aportar su esfuerzo para lograr el bienestar general, pero también tengo la certeza de que en esos partidos se refugian quienes tienen como única meta el enriquecimiento personal y el disfrute del poder. No hay más que recordar esa grabación tan conocida donde uno de ellos confesaba a un amigo que “…estoy en la política para forrarme”.   

Bueno, no hay que pasar por alto que Hitler –por ejemplo– tenía quizás como objetivo favorecer a sus compatriotas, aunque los medios no resultaron los más humanitarios ni eficaces. Pero no es de eso de lo que quiero ocuparme.

Volviendo al telediario de hoy, mi asombro es que este personaje de escaso carisma y menor intelecto, olvida que durante los anteriores gobiernos de su partido no fue el interés de todos los ciudadanos lo que guiaba los actos de gobierno del entonces presidente, sino el de «algunos» ciudadanos privilegiados y, por supuesto, procurando en todo momento para sí disfrutar de la sensación de poder y relacionarse con poderosos para asegurarse –él sí– un futuro aún mejor.

¿Desde cuándo y dónde ha sido la derecha la que ha mejorado el nivel de vida de todos? No son precisamente trigo limpio los partidos de izquierda, pero si efectuamos la comparación con sus contrincantes, no hay color. ¿Quiénes son los que instauraron el estado de bienestar en los países de la Europa democrática? Pues esa pregunta sólo tiene una respuesta: los partidos de izquierda o socialdemócratas. Incluso son ellos los inventores del concepto. La derecha sólo ha aportado algunas bajadas de impuestos y reducción de prestaciones sociales, que es lo único que aquellas rebajas aportan. No hay más que recordar cómo quedó el Reino Unido tras el paso de la dama de hierro. Arrasada en lo que se refería a los avances sociales y servicios públicos, pero eso sí, con la gloria de una minúscula guerra –la de las Malvinas– ganada gracias a la ayuda logística de su primo mayor, los EE.UU, todo hay que decirlo.

Uno puede optar por quedarse en casa el día de las elecciones –sin olvidar que la derecha siempre va a votar, ya sabemos que es inasequible al desaliento y no suele sentir escrúpulos si hay que votar a un inmoral– o votar a la izquierda más o menos auténtica, pero lo que nunca hay que olvidar es qué es y a qué intereses representa la opción contraria.  Olvidarlo es sólo una oportunidad cierta para aprender con la realidad diaria lo que se ha olvidado. Y eso sí, contar con cuatro largos años –por lo menos– para refrescar la memoria.

Votemos, aunque cada vez más, lo hagamos no a favor de algún partido, sino en contra de otro. Y durante todo el tiempo, en los periodos entre elecciones, seamos pesados e insistentes en reclamar lo que nos corresponde, eso que hasta esa izquierda tan tibia nos escamotea.