19 marzo 2012

Cambio, ¿qué cambio?


Vivimos estos días en un empacho permanente, como en tantas ocasiones, por las campañas electorales que se realizan ante las elecciones en Asturias y, sobre todo, en Andalucía, dada la importancia que esta última tiene en el conjunto del Estado y el significado de la posibilidad de un relevo en el poder de la última autonomía en la que el PSOE se sigue manteniendo…

…Manteniendo por poco tiempo, puesto que todos los indicios hacen pensar que el domingo que viene Andalucía caerá también en manos del PP, con lo que se completará un mapa de España en el que ese partido junto con alguna derecha local poseerá el poder en todo el territorio, acercándose por lo tanto a ese poder que ejerció el Caudillo al que ese partido tanto añora, pues dadas las mayorías absolutas de las que el PP disfruta y disfrutará, escasa resistencia puede oponerse a lo que se les antoje llevar a cabo. No perciben los votantes que las mayorías absolutas, las posean quienes las posean, son desaconsejables y peligrosas, hasta para la propia democracia. 

Quienes sean creciditos como yo lo soy o incluso algo menos, pueden recordar aquella campaña que precedió a las elecciones generales de 1982 en la que el lema del PSOE fue “Por el cambio”, lema que le valió para alcanzar efectivamente el poder de manera arrolladora. Tanto deseábamos un cambio –tan frustrado por aquella transición fullera– que se acogieron con entusiasmo las primeras medidas del nuevo gobierno: recuerdo entre ellas la subida inmediata del precio de los combustibles –mantenido hasta entonces artificialmente por debajo de lo aconsejable– y la implantación de la obligación de fichar a los funcionarios que entonces vivían en un auténtico edén laboral, abandonando su puesto de trabajo cada vez que deseaban hacerlo para cualquier gestión, incluida la compra para el hogar o recoger a los niños del colegio.

Ahora, es de nuevo la palabra cambio la utilizada por el PP en la campaña andaluza y parapetado tras esa palabra y esa promesa llegará al poder en la comunidad andaluza. No hay que ser sociólogo ni realizar complicadas encuestas para percibir que la posibilidad de cambiar una realidad ingrata para la mayoría es lo que atrae a los votantes, más que los programas electorales que, por desgracia, casi nadie se toma la molestia de leer ni el partido ganador en cumplir.

Hay también una especie de rencor y deseo de venganza por parte del electorado de izquierdas, que piensa que el PSOE no lo ha hecho todo lo bien que debiera –una verdad incuestionable– pero que por esos sentimientos se ciega y se abstiene o vota a quienes con toda probabilidad nos hagan sentir dentro de poco que hemos saltado de la sartén para caer en el fuego. Quedarse en casa o votar a la derecha no va a ser nunca la solución y esa actitud es semejante a la de los que escupen contra el viento.

El PP ha sabido jugar muy bien sus cartas y ha aprovechado ese sentimiento de frustración que ha generado la crisis para injuriar, sin miedo a las consecuencias –ya se sabe que cierto electorado no castiga la mentira ni la corrupción– y conseguir con eso no tanto que los votantes de izquierda pasen a ser suyos, como que esos votantes se queden en casa rumiando su desilusión y enfado.

No está de más recordar que en las últimas elecciones generales estaban censados 35.779.208 votantes y que de ellos votaron al PP 10.830.693, es decir, tan sólo un 30,27% frente a lo conseguido por ese partido en las anteriores generales que fue el 29,31% –un incremento del 0,96%–, no hubo por lo tanto barrido alguno por parte del PP. Lo que realmente ocurrió fue que el PSOE se esfumó o, dicho con cifras, pasó de un 32,19% en las elecciones de 2008 a un 19,49% en las últimas. Todos estos datos son oficiales.

Finalmente, ese cambio tan deseado –como el pote lleno de monedas de oro al final del arcoiris– no se alcanzará, al menos no el cambio que se pretendía. Habrá un cambio de personas, un relevo del tipo “quítate tú para ponerme yo” y muy probablemente un cambio por disminución de los derechos ciudadanos, efectuado al amparo de la crisis económica. Parece que la experiencia de Islandia, castigando a los responsables locales de esa crisis y llevando a cabo un verdadero cambio no es un modelo que aquí interese a nadie.

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