No gana uno para pesares.
Primero, he pasado una temporada angustiado porque, al parecer, un jugador de
fútbol llamado Cristiano Ronaldo estaba disgustado por qué-sé-yo-qué motivos,
pero de algo muy grave debía tratarse cuando la prensa estuvo pendiente de su
estado de ánimo durante semanas y casi todos los españoles andaban
preguntándose noche y día por qué la princesa estaba triste.
Después, me
tuvieron en un sinvivir porque otro jugador, que mantiene relaciones sexuales y
de las otras con la cantante Shakira, seguidas día a día por toda la nación,
andaba también con angustias acrecentadas porque al parecer están
construyéndose una nueva casa y ya se sabe cómo estresa tal cosa, aun no siendo el dinero motivo de preocupación que influya en este caso, como nos sucedería al resto de los mortales.
Ahora, desde
los telediarios me andan torturando porque resulta que el fino y delicado
espíritu de un tal Mourinho anda enormemente afectado por no sé qué motivos y
como corresponde a semejante personajillo, pretende quitarnos las ganas de
comer por los tormentos que padece por vaya-usted-a-saber qué causas, abundando
en poses de víctima y frases lapidarias, satisfecho íntimamente por saber que
tiene a un país casi entero pendiente de sus gestos.
En realidad soy
un poco hipócrita, porque tengo un corazón de piedra y todos los sufrimientos
de estos personajes me traen literalmente sin cuidado, es más, ojalá los parta
un rayo. A ellos y a los responsables de que en esta sociedad –por si no tuviéramos
bastante con los verdaderos motivos de preocupación– anden presentándonos esta
especie de gran hermano de los dolientes integrantes del balompié, que
no sólo deben dar saltitos y carreras cada vez que se les ordene, sino que
además deben vigilar bien sus inversiones de capital para asegurar que en el
futuro no les falte de nada a ellos ni a sus allegados y descendientes. Para asegurarse
–como le sucede al primero de ellos– de que consigue colocar su destrozado
Ferrari, que originalmente le supuso un desembolso de 250.000€, a algún
zoquete adinerado que lo compre por 50.000 por aquello de que las sagradas
manos de su ídolo –¿no eran los pies?– se posaron sobre el volante del vehículo
en bastantes ocasiones antes de dejarlo para chatarra.
Es raro el día
en que no leo protestas en la prensa de lectores a los que atormentan –no les
falta razón– los ingresos que perciben los directivos de grandes empresa, no digamos lo referente a los ingresos
de los políticos. Sin embargo, me resulta llamativo que no he leído ni una sola
vez protestas por lo que perciben estos jugadores. Ni siquiera oigo protestas
porque el fútbol nos cueste dinero, directa o indirectamente, a todos los
españoles. No hay más que ver las enormes deudas de los clubs con Hacienda y la
seguridad social, y los grandes favores urbanísticos que obtienen de los
ayuntamientos. Las dos contribuciones forzadas que me repugnan son ésta del fútbol y la de la iglesia católica, dos grupos de presión con los que no mantengo relación voluntaria alguna y que tienen mucho más en común de lo que se piensa.
Me hizo sonreír el cálculo que en cierto
periódico se hacía hace ya tiempo sobre el precio al que resultaba el kilo de
biquini de marca. De manera similar, me gustaría que alguno de los entusiastas
seguidores de estos ases deportivos dividiera el dinero que estos perciben cada
temporada por el número de patadas que dan en el mismo periodo. Seguro que quedarían
maravillados al conocer el precio de cada puntapié.
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