07 diciembre 2012

Mira cómo sufro

No gana uno para pesares. Primero, he pasado una temporada angustiado porque, al parecer, un jugador de fútbol llamado Cristiano Ronaldo estaba disgustado por qué-sé-yo-qué motivos, pero de algo muy grave debía tratarse cuando la prensa estuvo pendiente de su estado de ánimo durante semanas y casi todos los españoles andaban preguntándose noche y día por qué la princesa estaba triste.

Después, me tuvieron en un sinvivir porque otro jugador, que mantiene relaciones sexuales y de las otras con la cantante Shakira, seguidas día a día por toda la nación, andaba también con angustias acrecentadas porque al parecer están construyéndose una nueva casa y ya se sabe cómo estresa tal cosa, aun no siendo el dinero motivo de preocupación que influya en este caso, como nos sucedería al resto de los mortales.

Ahora, desde los telediarios me andan torturando porque resulta que el fino y delicado espíritu de un tal Mourinho anda enormemente afectado por no sé qué motivos y como corresponde a semejante personajillo, pretende quitarnos las ganas de comer por los tormentos que padece por vaya-usted-a-saber qué causas, abundando en poses de víctima y frases lapidarias, satisfecho íntimamente por saber que tiene a un país casi entero pendiente de sus gestos.

En realidad soy un poco hipócrita, porque tengo un corazón de piedra y todos los sufrimientos de estos personajes me traen literalmente sin cuidado, es más, ojalá los parta un rayo. A ellos y a los responsables de que en esta sociedad –por si no tuviéramos bastante con los verdaderos motivos de preocupación– anden presentándonos esta especie de gran hermano de los dolientes integrantes del balompié, que no sólo deben dar saltitos y carreras cada vez que se les ordene, sino que además deben vigilar bien sus inversiones de capital para asegurar que en el futuro no les falte de nada a ellos ni a sus allegados y descendientes. Para asegurarse –como le sucede al primero de ellos– de que consigue colocar su destrozado Ferrari, que originalmente le supuso un desembolso de 250.000€,  a algún zoquete adinerado que lo compre por 50.000 por aquello de que las sagradas manos de su ídolo –¿no eran los pies?– se posaron sobre el volante del vehículo en bastantes ocasiones antes de dejarlo para chatarra.

Es raro el día en que no leo protestas en la prensa de lectores a los que atormentan –no les falta razón– los ingresos que perciben los directivos de grandes empresa, no digamos lo referente a los ingresos de los políticos. Sin embargo, me resulta llamativo que no he leído ni una sola vez protestas por lo que perciben estos jugadores. Ni siquiera oigo protestas porque el fútbol nos cueste dinero, directa o indirectamente, a todos los españoles. No hay más que ver las enormes deudas de los clubs con Hacienda y la seguridad social, y los grandes favores urbanísticos que obtienen de los ayuntamientos. Las dos contribuciones forzadas que me repugnan son ésta del fútbol y la de la iglesia católica, dos grupos de presión con los que no mantengo relación voluntaria alguna y que tienen mucho más en común de lo que se piensa.

Me hizo sonreír el cálculo que en cierto periódico se hacía hace ya tiempo sobre el precio al que resultaba el kilo de biquini de marca. De manera similar, me gustaría que alguno de los entusiastas seguidores de estos ases deportivos dividiera el dinero que estos perciben cada temporada por el número de patadas que dan en el mismo periodo. Seguro que quedarían maravillados al conocer el precio de cada puntapié.

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