Hay quienes no lo saben por su
edad y bastantes que simplemente no lo recuerdan, pero Lola Flores contrajo en su
tiempo una elevada deuda con Hacienda por impago de sus impuestos y fue sancionada por
ello. Todo lo que se le ocurrió para solucionarlo fue echar mano de esa idea de
los gitanos de que todos los payos son unos pardillos y apareció en televisión
pidiendo que cada español le enviase un duro –cinco pesetas– y con ello pagaría
la sanción (y le sobraría, ya puestos…). Era extraordinaria como artista, gustara o no; como persona
una amoral indeseable.
Allá por 1979 se formó una
coalición política con vista a las próximas elecciones generales llamada
Coalición Democrática, un antepasado directo del actual Partido Popular. Esta
formación la componían diversas personalidades del franquismo convencidos de su
tirón electoral, y actuaba como director de aquel grupillo fascistoide el
incalificable Fraga Iribarne. Este
hombre era en la política lo que Lola Flores era en el folclore y por eso
recurrió al mismo truco: pidió que todos los españoles realizaran una donación
económica para sostenimiento de la coalición (conservo el panfleto). Lola
Flores no consiguió su propósito y –no hace falta que lo diga– Fraga tampoco,
cosechando un sonado fracaso en la colecta y en las elecciones a las que se
presentó.
Pero Fraga conocía a sus paisanos
y sabía que manteniéndose en los mismos postulados, el cambio en las preferencias
de los ciudadanos, tarde o temprano lo llevaría al triunfo; a él o a quien él
designara. Y así fue, llegó Aznar y su éxito en las urnas y ahora tenemos a ese
enterrador del bienestar de los españoles llamado Mariano Rajoy. Un tipo del
que habría que desconfiar si fuera dependiente de una casquería, pero al que
directamente se debería mandar a
presidio por osar hacerse cargo de un país, tratándose de alguien con tan poco carisma, sin ideas y con un cerebro desafortunado, discípulo fiel en el fondo y forma de su maestro y paisano Francisco Franco Bahamonde.
Todos los políticos gustan de alardear del porcentaje de votos conseguido, pero nunca proclaman cuánto significa ese porcentaje sobre el total de los posibles votantes. De ahí que quepa definir la actual situación política española como una dictadura, atendiendo simplemente al
número de personas que efectivamente ha votado esa opción política y
comparándolo con el total de quienes sufren las consecuencias. En el caso de
las últimas elecciones, han dado el triunfo a Rajoy y su camarilla tan solo un
30,27% de los votantes (10.830.693 votos sobre un total posible de 35.780.287),
es decir, un 69,73% –bastante más del doble– no le ha dado su apoyo porque han
elegido otra opción o simplemente se han abstenido, y eso que quedaría por evaluar
la validez real del voto al PP de quienes
lo hicieron engañados, teniendo en cuenta que todo el programa con el que se
presentaron a las elecciones ha sido incumplido y, más aún, están haciendo
exactamente lo contrario de lo que prometieron.
Para cualquiera que sepa sumar y
restar y sea capaz de un ejercicio de valoración imparcial, nos encontramos lisa y llanamente en una
dictadura o despotismo pseudodemocrático en donde unos pocos imponen medidas de difícil marcha atrás, que
perjudican de manera notable a la gran mayoría de la población. No es casualidad que en Madrid nos gobierne un alcalde –alcaldesa– y un presidente autonómico que no fueron votados en ningún momento para los cargos que ocupan, pero ambos saben que no son representantes de la ciudadanía sino simple peones colocados por su partido –o FAES, lo mismo da– para mantenernos a raya y dar la cara por su líder.
Muchos, para apoyar al actual
gobierno echarían mano de aquella frase atribuida a Winston Churchill –un
rufián notable a lo largo de toda su vida, consulten su biografía– que afirmaba que “la democracia es el peor sistema político
posible, exceptuando todos los demás”, pero olvidan que la frase no
incluye, porque no conviene, una definición de los requisitos mínimos
exigibles para que una democracia sea considerada como tal. Es evidente que España no cumple los
requisitos deseables y el resultado está a la vista: la abstención generalizada
por la frustración dominante ha hecho que muchos se queden en su casa a la hora
de votar, entregando por pasiva el poder a quienes evidentemente no merecían
confianza alguna ni estaban capacitados para conducir el país por la senda
adecuada.
Ahora tenemos una situación de
ruina generalizada y de ataque a todos los grupos de ciudadanos (ámbito
médico-sanitario, judicial, pensionistas, transportes, funcionarios, enseñanza,
autonomías, etc.), hasta el punto de que me pregunto si el señor Rajoy consulta
cada día las páginas amarillas para ver a qué grupo o colectivo no ha agredido
y cabreado todavía.
En esta coyuntura, puede ser de
una ingenuidad suprema pedir un referéndum sobre las medidas puestas en práctica por el gobierno y –con vistas a lo por venir– una modificación de la ley electoral (y circunscripciones), pero parece que es lo único sobre lo que se puede trabajar para evitar que en
un futuro –si es que todavía lo tenemos– se repitan estas situaciones de
dictaduras supuestamente democráticas. Y sobre todo, alguna herramienta electoral que impida las mayorías absolutas, sean de quien sean.
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