No me refiero al buen hablar en el sentido de dominio del lenguaje, sino del no abuso de lo que familiarmente se conoce como palabrotas. Tratar este asunto parece interés en
ganarme enemigos, pero como puede haber percibido cualquier lector que haya visitado antes este blog, no es un riesgo que me preocupe en exceso o al menos no tanto como para impedirme el comentario.
Hace dos días paseaba por un
bulevar de mi barrio, y observé que una chica de unos dieciocho o veinte años caminaba
en dirección contraria a la mía. Cuando faltaban pocos metros para que nos cruzáramos apareció detrás de
ella un joven de más o menos su edad y vi que se le acercaba con el típico
gesto de quien se dispone a dar una sorpresa o un susto. Al aproximarse a
su espalda la tomó por la cintura con las manos y eso provocó en la chica un respingo y una
exclamación que era todo un resumen de su riqueza de vocabulario: ¡la hostia puta!, ¡me cago en tu puta madre!
Después los dos se quedaron riendo y charlando: se trataba simplemente del encuentro de dos jóvenes, poseedores de un lenguaje actualizado.
Puedo asegurar que a estas
alturas es difícil que me ruborice ninguna expresión como ésa, pero debo
admitir que sí me molestó en esta ocasión, porque fue dicha a gritos y porque
tras leer un artículo de Javier Marías, hacía varios días que me había detenido
a pensar sobre el uso excesivo de las expresiones malsonantes en España. En ese
artículo, el escritor cita dos perlas literarias dichas en su presencia en un tertulia: "Tengo
unos ovarios así de grandes y los pongo encima de la mesa", y "Lo
digo porque me sale del chichi". Delicioso, ¿no?
Siempre y en todas partes, ha
habido expresiones tremendas, insultantes, para aportar agravios verbales a un
enfrentamiento que con frecuencia acaba en sólo eso, pero creo que nunca como
ahora y aquí se ha salpicado el habla de vocablos indeseables en conversaciones
normales. Leí hace pocos años que –me parece que era en Chile– a los españoles
nos llamaban “los coños”, sencillamente porque les llamaba la atención la
necesidad que parecíamos tener de colocar esa palabra como muletilla cada poco
en nuestra conversación normal. Y es que esa profusión de palabrotas no es una
característica del idioma español, sino del español que se habla en España, da
igual el ámbito al que nos refiramos, no hay más que recordar tantas expresiones
atroces proferidas por miembros de nuestras cámaras legislativas y hasta por
las más altas instancia del estado. Cada vez que un micrófono queda abierto inadvertidamente, se revela el habla habitual de los personajes cuando creen que nadie les oye.
En todos los idiomas existen eso
que solemos llamar palabrotas, casi siempre referidos a los órganos sexuales o
a su uso, pero es aquí donde el surtido resulta inacabable y su
utilización permanente, produciendo siempre asombro en quienes nos visitan y no
me extraña, no creo que en ninguna latitud sea posible presenciar una escena
como la que relato al comienzo sin que se produzca un
enfrentamiento violento. El
nuestro debe ser el único país del mundo donde el uso de expresiones bárbaras sea constante y extendido, lo que sumado al elevado tono empleado al hablar, produce espanto al foráneo que no está acostumbrado.
No existe en ningún idioma
europeo civilizado ese uso constante y esa diversidad de repertorio –curiosamente,
tampoco existe ese tuteo que nos invade–, en la mayoría de los países de Sudamérica no alcanzan la generalización que el mal hablar tiene en España, y me consta que en Brasil ese vocabulario está reservado a la población de bajo nivel cultural y económico.
Viví un corto periodo en una ciudad de Estados Unidos y prácticamente no pude
oír ninguna palabrota en los entornos en los que me desenvolví. Aquí sin
embargo, es posible oír a un niño que aún asiste al jardín de infancia decir gilipollas con la mayor naturalidad.
No es una moda temporal, puesto
que ya lleva bastantes años asentada, ni parece tener remedio, porque si
alguien se atreve a afear el uso de esas expresiones –como este mismo texto– tiene
todas las papeletas para ser tachado de gazmoño, timorato o sencillamente
imbécil, igual que cuando se intenta corregir en otros un error gramatical o
falta de ortografía al escribir.