Estoy convencido de que la
mayoría no trata de recordar y por lo tanto aceptan confortablemente que el
teléfono móvil es algo que existe desde los romanos, pero estoy en condiciones de asegurar que no es así. Me parece que
fue a finales de los 80 cuando empezamos a ver los primeros móviles en la vida
real y cómo los considerábamos trastos ajenos a nuestra vida, más apropiados
para lo que entonces llamábamos burlonamente ejecutivos agresivos.
Mi empresa me colocó uno de esos
aparatos por aquello de tenerme siempre localizable, como si fuera un fontanero
o un ginecólogo –antes llevaba un busca–, y hasta me alegré porque también permitía que mi familia pudiera
dar conmigo y eso me parecía que compensaba la molestia de cargar con el
aparato. Desde entonces siempre poseo un móvil, aunque procuro no utilizarlo
más que en caso de verdadera necesidad y por eso evito dar su número salvo que
sea realmente preciso.
De repente, aquellos dispositivos
pasaron a estar al alcance de cualquiera y no sólo eso, sino que todos se
apuntaron con rapidez al aparatito. Parece ser que la sed de comunicación no
tenía límite. Con una limitada rebaja de las tarifas y la aparición de los
llamados smartphones, el uso de móviles pasó a la categoría de epidemia
que, como cabía esperar, arraigó con más fuerza cuanto menores eran las defensas
intelectuales del usuario.
No hace mucho, cené en un
restaurante de la cadena VIPS y en la mesa de al lado había un matrimonio con
dos hijos adolescentes que también estaban cenando. Me produjo desagrado
comprobar que buena parte del tiempo aquella familia estaba utilizando sus
cuatro móviles de manera simultánea, ésa ha sido la mejora en la comunicación
a la que nos ha llevado la proliferación de esos chismes. Por un momento estuve
tentado de tomarles una foto simulando que a quien la hacía era a mi
acompañante, pero la posibilidad de que se percataran me hizo desistir.
La desgraciada coincidencia en el tiempo de
algunas dolencias me ha hecho visitar las consultas de varios médicos en un
corto periodo. En ellas he podido observar que el daño es profundo e irremediable;
la mayoría de los que esperaban en esas salas, fueran tiernos infantes o
ancianos venerables, permanecían ensimismados en sus inteligentes chismes,
cuando no jugaban a ruidosos videojuegos en ellos o pasaban a sus niños pequeños
los aparatos para que hicieran lo propio, y por dos veces tuve que soportar que
abueletes pusieran a todo volumen vídeos en los que aparecían los que con
seguridad eran sus nietos, muy probablemente con la intención de que algún
vecino de espera le comentara la extraordinaria gracia, belleza y encanto del
nieto de turno. Otros, parece mentira, aprovechaban para hablar por el móvil y
cuando finalizaban una conversación repasaban su guía de amigos y familiares,
ansiosos de encontrar alguno al que llamar de inmediato y mantener
conversaciones que, por lo general, suelen ser un modelo de estulticia y
banalidad. A todo esto, el ruido molesto
de tanta conversación y tanto juego –en unos espacios donde abundan los
letreros que exigen silencio– me impedía reflexionar o leer, que es a lo que me
dedico en esas consultas cuando la espera se prolonga más de lo soportable.
Considero una catástrofe la
ampliación de cobertura al interior de la red de metro, un lugar en el que
antes se estaba a salvo de esa molesta cháchara –bastante tenemos con los que irrumpen cantando La flor de la canela– y estoy aterrorizado porque he
leído que pronto el uso de los móviles será posible en todas las líneas aéreas.
Viajar en AVE ha perdido todo atractivo, desde que la cobertura a bordo permite
que quienes nos rodean nos amarguen con su algarabía un viaje que al menos
debería servir para relajarnos.
Cuando se inició la aparición de
la última generación de terminales móviles me preguntaba qué significado podía
tener el calificativo de móviles
inteligentes aplicado a ellos, teniendo en cuenta que no es precisamente la
inteligencia una característica de ningún aparato. Ahora lo entiendo: no hay
duda de que entre el usuario del chisme y el propio chisme, es éste último –en
la mayoría de los casos– el más inteligente de los dos.
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