30 junio 2013

Turismo de consumo

Mucho han cambiado las cosas. Cuando yo era pequeño apenas se utilizaba la palabra turismo, puesto que en el mejor de los casos se le llamaba veraneo y consistía –como su nombre indica– en el desplazamiento estival a uno de los dos destinos tradicionales: playa o montaña. Por descontado que dentro del territorio nacional, y afortunado aquel que podía permitírselo. Eso sí, estos afortunados que veraneaban solían extender las vacaciones a lo que durasen las escolares y el cabeza de familia acudía cuando le era posible –si el destino era cercano a su residencia– o seleccionaba un periodo para abandonar sus obligaciones y el resto del tiempo su esposa e hijos se las apañaban como podían. No eran muchas las personas que viajaban al extranjero y producían asombro los muy escasos arrojados que lo habían llevado a cabo, fundamentalmente porque la escasez económica era algo generalizado en el país y para ayudar, la dictadura no concedía con facilidad los permisos necesarios para salir al extranjero. Los mismos que ahora nos gobiernan y ponen el grito en el cielo si algún cubano no puede salir de su país, son los entusiastas herederos del dictador que no nos dejaba movernos.

No hace tantos años, los españoles se dividían entre los que habían ido a París y los que no. Algo más tarde, esa ciudad fue sustituida por otras más lejanas, pero el afán por viajar era ya tan fuerte que ese nuevo destino nunca produjo esa sensación de arrojo y valentía del viaje a París y ya comenzaban los más valientes y pudientes a desplazarse hasta Roma, Londres y algún otro punto situado en la Europa más cercana aunque desde luego no en lo que el pasaporte denominaba “Rusia y países satélites”, si bien en alguno de esos países se entraba sin dificultad a pesar de todo y concretamente en la RDA se abstenían de sellar el pasaporte para evitarnos problemas al volver a la -una, grande, libre- madre patria.

Como decía, mucho han cambiado las cosas y ahora son bastantes los que se avergüenzan si tienen que confesar que no han estado nunca en Cancún, Egipto o Tailandia. Conozco incluso quien se ufana de haber estado en uno de esos hoteles de hielo que existen por Laponia y que desde luego no se me ocurriría pisar, por aquello de que bastante frío pasamos en nuestros propios inviernos y no me imagino ninguno de esos hoteles con un mínimo de confortabilidad, tengo que admitir que nunca he tenido espíritu tan aventurero.

El caso es que el gusanillo viajero se apoderó de todo el mundo y no pocos llegaban a pedir un crédito bancario para pagarse esas vacaciones precisas y poder levantar la cabeza ante amigos y vecinos. Se trataba de viajar, aunque fuera a un lugar que se era incapaz de localizar en el mapa y del que la mayoría no se molestaba en documentarse lo mínimo previamente. Lo fundamental era enseñar fotos a la vuelta con las que se documentara que uno había estado en lugares exóticos.

No es el placer puro de conocer lo diferente, sino que se trata de coleccionar destinos como se coleccionan sellos o cromos, sin profundizar mínimamente en el conocimiento del destino elegido, y a la vuelta tachar en el mapamundi el lugar del que se acaba de regresar, comenzando de inmediato a buscar otro para fijarlo como próxima meta.

Los últimos años hice varios viajes con amigos, algo que en principio resulta más ameno y que permite aprovechar más oportunidades con menos gasto, como puede ser alquilar un coche. Recuerdo una película de hace bastantes años, que se llamaba algo así como “Si hoy es martes, esto es Bélgica”, en la que se hacía burla de esos viajes programados y apresurados en los que el turista apenas se entera de en qué país o ciudad se encuentra. Hace un par de años con unos amigos viví una experiencia parecida en un viaje a Irlanda en el que, contra mi voluntad, había que recorrer toda la isla en autobús y no perdernos ni una sola de las ciudades o sitios de importancia, a costa de grandes madrugones y carreras. El resultado es que en mi memoria soy incapaz de identificar una u otra y el sabor que me quedó del viaje es una confusión de lugares, amenizado por largos desplazamientos en autobús en compañía de quienes desconocían el significado de las palabras cortesía o educación, por decirlo delicadamente. Nunca mais.

21 junio 2013

Obesos irredentos

No hay día en que no salga en la prensa o en la televisión alguien que dice padecer eso que llaman obesidad mórbida e incluso muchos reclaman ser intervenidos quirúrgicamente en la sanidad pública para remediar el problema. Me molesté hace tiempo en mirar en dos o tres sitios lo que eso significa y, para no andarnos con rodeos, esa obesidad obedece en un porcentaje muy elevado –casi total– al voluntario consumo excesivo de calorías y al sedentarismo, no hay que pensar que una extraña bacteria o virus nos invade y nos está transformando en gordos. Lo que nos hace aumentar de volumen, de manera supuestamente indeseada, es el consumo de alimentos ricos en calorías, tal y como la llamada fast food o junk food –comida rápida o comida basura, vamos– y la ingestión excesiva de dulces, bollos, patatas fritas, etc. Todos ellos de producción industrial, y sin que en ningún momento preocupen sus ingredientes.

Parece que da igual que se insista machaconamente desde los medios en que hay que evitar estos hábitos, porque son muchas las personas que hacen oídos sordos a estos llamamientos y muchas más las que para evitar conflictos con sus hijos pequeños se los suministran o hacen la vista gorda cuando se atiborran de estas porquerías. El resultado son enfermedades crónicas de diversos tipos (diabetes, cardiopatías, problemas óseos y muchos otros) que más temprano que tarde condenan a las personas a una vida doliente y a un acortamiento de su esperanza vital.

El recurso habitual de quienes caen en esta obesidad es culpar a vaya-usted-a-saber-qué factores adversos y muy difícilmente a su propia glotonería y descontrol. Tengo mi propia opinión sobre estos casos; el otro día iba en el metro observando morbosamente a una gorda que ocupaba dos asientos y preguntándome que alegaría para justificar semejante estado. La respuesta me la dio ella misma en pocos minutos, pues abrió su bolso y engulló una tras otra dos tabletas de chocolatinas. Le habría dado una bofetada allí mismo, por suicidarse en público (y por comer en el metro).

Leo hoy en la prensa que para el año 2030 el 86% de la población de EE.UU. padecerá obesidad (no se sienta a salvo, vamos inmediatamente detrás) algo que no extraña al que haya viajado a aquel país y observado el paisanaje. No puedo evitar recordar que cuando yo era niño, antes de que los españoles pasáramos a ser nuevos ricos –y ahora también nuevos pobres– los gordos eran ejemplares muy-muy escasos. Nadie en absoluto padecía ni pretendía padecer eso de obesidad mórbida. Claro que entonces no había tantas tentaciones en las tiendas de alimentación, los padres no nos daban todo lo que pedíamos, ni nuestras fortunas permitían que cualquier niño o adolescente pudiera comprar tanto veneno como quisiera.
  
Un dato a añadir: esa fama de bonachones que tienen los obesos es completamente injustificada. He comprobado personalmente –y he leído muchas veces– exactamente lo contrario, lo que por descontado no respalda ninguna conclusión, simplemente aquella fama no se corresponde con la realidad. Admitamos en todo caso que a la hora de valorar la maldad o bondad de las personas, poco importa su IMC.

Hay en EE.UU. un asunto polémico que todavía no se ha resuelto: se trata de si los obesos que precisan de dos asientos en los aviones porque no caben en uno, deben abonar esos dos asientos o pagar como todos, con lo que serán los demás quienes financien su sobrepeso, porque la compañía aérea no va a asumir el gasto, puedo asegurarlo. ¿Usted qué opina?

10 junio 2013

Un mundo de impunidad

Probablemente es algo que ocurre en las mejores familias, pero estoy convencido que en ningún país occidental se da el fenómeno con la misma intensidad que en España. El resumen podría enunciarse como aquí quien delinque no recibe su castigo y si lo recibe no sirve de escarmiento ni al delincuente ni a la ciudadanía, porque lo que todos piensan no es que el delito recibe castigo, sino que en este caso el que delinquió ha tenido mala suerte. De acuerdo que es un enunciado un poco largo, pero no veo manera de resumirlo.

Lo bueno que tiene es que resulta aplicable a cualquier ámbito. El que habitualmente no respeta la señalización de tráfico y un día recibe una sanción, no piensa que debe cambiar su comportamiento y respetar las señales, sino que el día en que lo pescaron tuvo mala suerte.

El político corrupto no cambia su comportamiento porque acaba de descubrirse que su vecino de escaño está implicado en una apropiación ilícita de millones de euros, sino que se limita a pensar que ése otro ha tenido mala suerte. Para remate, sabe que cuando le juzguen la cosa quedará en nada.

El que roba en el metro sabe que aunque le detengan cuando metía la mano en un bolsillo ajeno, será porque ese día ha tenido mala suerte y tiene la certeza de que, como no ha robado en una sola vez una cantidad que alcance los 400 euros, saldrá libre de inmediato, porque se trata sólo de una falta, no de un hurto y mucho menos de un robo. Por si alguien no lo recuerda, 400 euros es la cantidad que los parados que han agotado su prestación normal se afanan en conseguir para poder vivir durante un mes. 

Si usted es controlador aéreo o algún otro tipo de trabajador privilegiado, sabe que aunque pare un país y cause daños de valor incalculable, no le sucederá nada, porque la justicia demorará el proceso hasta que nadie se acuerde –sólo algunos afectados– y todo pueda resolverse sin más consecuencia para usted y sus colegas. Todos, unos caballeros sin tacha.

En realidad no andan descaminados quienes piensan cuando son atrapados que es un caso de mala suerte, porque aquí el delito no se persigue salvo casos muy contados y todo esto en un país donde la legislación es minuciosa y terriblemente punitiva, los legisladores pueden estar meses debatiendo un artículo de una ley que en la práctica nunca será aplicada, salvo que la autoridad competente le coloque a usted en su punto de mira.

Recuerdo todavía el debate en el ayuntamiento de Madrid en 2007 sobre las sanciones a imponer (ahora hasta 1.500 euros) a quien no recogiera los excrementos que su perro depositara en la vía pública. Aquello costó a los contribuyentes una fortuna, considerando el tiempo gastado por sus concejales en el debate y supongo que por las dietas y gastos que cobraron durante aquel tiempo. A título de muestra, ¿saben cuántas denuncias se pusieron en Madrid durante todo el año 2009 por ese motivo?: ninguna. ¿Saben cuántas en total desde 2007?: ocho. Aplicando el conveniente razonamiento –sofisma lo llaman– la conclusión es que en Madrid los perros no defecan o los propietarios están en perfecta sintonía con la ley, y eso que usted y yo nos encontramos continuamente al caminar no son más que espejismos.

Franco, que es lo más español que ha producido España en toda su historia –más que don Quijote o el propio Cid Campeador– sabía que ése era el procedimiento, y por lo mismo sus leyes eran terriblemente restrictivas, pero sólo se aplicarían cuando al régimen le conviniera. Creo recordar que de ninguna manera podían reunirse más de tres personas sin un permiso previo del Ministerio de la Gobernación. Pero bueno, puede decirme, ¿no había antes reuniones y guateques a miles a los que acudían bastantes y no pasaba nada? Por supuesto, pero si usted era persona no grata para el régimen, podían de repente tirar abajo la puerta de su casa sin más requisito legal ni problema de ninguna clase. No teorizo, conocí un caso.

¿Cuántas personas saben en Madrid que, de acuerdo con las ordenanzas municipales, si dejan su coche aparcado en la vía pública más de 48 horas en el mismo lugar, puede llevárselo la grúa? Tome nota y procure que ningún municipal le coja ojeriza. Esos guindillas pueden ser terribles.