21 junio 2013

Obesos irredentos

No hay día en que no salga en la prensa o en la televisión alguien que dice padecer eso que llaman obesidad mórbida e incluso muchos reclaman ser intervenidos quirúrgicamente en la sanidad pública para remediar el problema. Me molesté hace tiempo en mirar en dos o tres sitios lo que eso significa y, para no andarnos con rodeos, esa obesidad obedece en un porcentaje muy elevado –casi total– al voluntario consumo excesivo de calorías y al sedentarismo, no hay que pensar que una extraña bacteria o virus nos invade y nos está transformando en gordos. Lo que nos hace aumentar de volumen, de manera supuestamente indeseada, es el consumo de alimentos ricos en calorías, tal y como la llamada fast food o junk food –comida rápida o comida basura, vamos– y la ingestión excesiva de dulces, bollos, patatas fritas, etc. Todos ellos de producción industrial, y sin que en ningún momento preocupen sus ingredientes.

Parece que da igual que se insista machaconamente desde los medios en que hay que evitar estos hábitos, porque son muchas las personas que hacen oídos sordos a estos llamamientos y muchas más las que para evitar conflictos con sus hijos pequeños se los suministran o hacen la vista gorda cuando se atiborran de estas porquerías. El resultado son enfermedades crónicas de diversos tipos (diabetes, cardiopatías, problemas óseos y muchos otros) que más temprano que tarde condenan a las personas a una vida doliente y a un acortamiento de su esperanza vital.

El recurso habitual de quienes caen en esta obesidad es culpar a vaya-usted-a-saber-qué factores adversos y muy difícilmente a su propia glotonería y descontrol. Tengo mi propia opinión sobre estos casos; el otro día iba en el metro observando morbosamente a una gorda que ocupaba dos asientos y preguntándome que alegaría para justificar semejante estado. La respuesta me la dio ella misma en pocos minutos, pues abrió su bolso y engulló una tras otra dos tabletas de chocolatinas. Le habría dado una bofetada allí mismo, por suicidarse en público (y por comer en el metro).

Leo hoy en la prensa que para el año 2030 el 86% de la población de EE.UU. padecerá obesidad (no se sienta a salvo, vamos inmediatamente detrás) algo que no extraña al que haya viajado a aquel país y observado el paisanaje. No puedo evitar recordar que cuando yo era niño, antes de que los españoles pasáramos a ser nuevos ricos –y ahora también nuevos pobres– los gordos eran ejemplares muy-muy escasos. Nadie en absoluto padecía ni pretendía padecer eso de obesidad mórbida. Claro que entonces no había tantas tentaciones en las tiendas de alimentación, los padres no nos daban todo lo que pedíamos, ni nuestras fortunas permitían que cualquier niño o adolescente pudiera comprar tanto veneno como quisiera.
  
Un dato a añadir: esa fama de bonachones que tienen los obesos es completamente injustificada. He comprobado personalmente –y he leído muchas veces– exactamente lo contrario, lo que por descontado no respalda ninguna conclusión, simplemente aquella fama no se corresponde con la realidad. Admitamos en todo caso que a la hora de valorar la maldad o bondad de las personas, poco importa su IMC.

Hay en EE.UU. un asunto polémico que todavía no se ha resuelto: se trata de si los obesos que precisan de dos asientos en los aviones porque no caben en uno, deben abonar esos dos asientos o pagar como todos, con lo que serán los demás quienes financien su sobrepeso, porque la compañía aérea no va a asumir el gasto, puedo asegurarlo. ¿Usted qué opina?

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