17 noviembre 2013

Vamos a gustarnos

Hace tiempo ya que el verbo gustarse, precisamente en esta forma reflexiva, es sacado a relucir por la prensa en sus secciones de sociología, psicología y otros apartados igual de pintorescos, para insistir en que todo el mundo debe gustarse enormemente, lo que implica evidentemente que no importa cómo seamos, ni cómo cuidemos nuestro aspecto, debemos entusiasmarnos cuando pensemos en nosotros mismos o nos enfrentemos al espejo, y por descontado en cualquier ocasión en que alguien muestre sus dudas sobre nuestra prestancia o comportamiento. Presten atención porque no se trata de aceptarnos tal cual somos inevitablemente, sino de disfrutar enormemente con lo que hemos decidido y representamos ser.

Esta bienintencionada consigna sería aceptable si fuera dirigida inicialmente a quienes padeciendo alguna malformación por nacimiento o accidente, sufren al tomar conciencia de que su presencia no responde a la del común, pero como está enunciada de una manera tan general, resulta que cualquiera se la apropia y la hace suya sea cual sea su circunstancia. Cabría pensar en Bárcenas gustándose, a Merkel gustándose (seguro que ya lo hace), a cualquier asesino en serie gustándose, a Rajoy lanzándose a sí mismo un ¡mashote!… un disparate, oiga.

Por ejemplo, piensen en los obesos. Es increíble la tranquilidad y la intensidad con que se gustan esos que estan por encima de los cien kilos de peso y hablo de la gran mayoría de ellos que además se escudan tras una supuesta dolencia para continuar comiendo sin límite, sin preocuparse del problema de sobrepeso que pueden acarrear a una línea aérea cuando se desplacen por ese medio. Ya conté en otra entrada el efecto hipnótico que me produjo observar en el metro cómo una joven de más de cien kilos, que ocupaba dos asientos –y no por capricho–, sacaba de su bolso dos chocolatinas y se las tragaba casi sin respirar, una tras otra. ¿Qué tal disminuir lo que se come y hacer ejercicio?

¿Se imaginan un macarrilla sufriendo un subidón de autosatisfacción tras mirarse al espejo y gustarse de manera apasionada?, ¿se imaginan a las hijas de Zapatero –si es que siguen con el mismo estilista, que cuesta creerlo– dedicadas a gustarse?, ¿o al diputado Martínez Pujalte reventando de satisfacción mientras se contempla al repeinar su mousse de tupé?

Y el caso es que esta consigna consigue éxitos verdaderamente notables. Ahí tenemos a la actriz Rossy de Palma presumiendo de palmito con esa cara que más parece un accidente en vez de, como ella pretende, una pintura picassiana. Aunque ella sí hace bien en gustarse porque la cosa parece inevitable, le resulta rentable, y sólo podría atenuarse invirtiendo una fortuna en cirugía plástica sin mucha garantía de éxito, me temo.

Teniendo en cuenta este desatino del gustarse, ¿cómo nos vamos a extrañar de que Soraya Sáenz de Santamaría se crea una pin-up de Play Boy, Aznar se contemple como el Discóbolo de Mirón y Artur Mas piense que es la encarnación de Clark Kent?

Me temo que en términos generales sirve de poco mantener que lo que debe hacerse es averiguar cómo somos de verdad, tomar nota de todo aquello que puede ser mejorado mediante nuestro esfuerzo, y el resto aceptarlo como inevitable, sin más amargura. Y sin alardes, claro.

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