16 enero 2014

Vallas y concertinas

El otro día leí en un periódico (versión digital), en una noticia relativa a las controvertidas concertinas de las vallas de Melilla, una opinión que para mí representa fielmente ese buenismo que se ha colado en buena parte de la sociedad española y que tanto me inquieta y fastidia. Una participante del foro que acompañaba la noticia proponía quitar la alambrada y sustituirla por un muro del estilo del que los israelíes han colocado en Gaza. Ya resulta chocante que se pretenda levantar un muro claustrofóbico y de coste bastante elevado, pero a la pregunta de otro comentarista sobre cómo evitar que los africanos –subsaharianos en lenguaje políticamente correcto– utilicen escaleras y se lo salten tan ricamente, contestó que evitando que lleven escaleras. A eso se le llama discurrir.

Lamentablemente el debate no continuó y a mí me habría gustado preguntar si eso de las escaleras se evitaría con letreros del tipo “Prohibido usar escaleras” o con azafatas que disuadieran amablemente de su uso, ya que es evidente que el muro impediría la visión desde el interior de la ciudad y por lo tanto la primera noticia que se tendría sobre el paso de asaltantes sería encontrarlos caminando tranquilamente por las calles de la ciudad salvo que, como los israelíes, se colocaran torretas con ametralladoras con las que se despacharan directamente a los intrusos. Claro que eso lo pueden hacer los israelíes, que disfrutan de bula para comportarse como les venga en gana y no es una medida al alcance de las autoridades de nuestro país.

Durante años y años yo he venido suscribiendo lo que hace bastante afirmó don Manuel Azaña de que España ha dejado de ser católica y me temo que él se equivocó por muchas décadas y yo mismo debo estar muy alejado de la realidad, pues esa idea del cristianismo de que las cosas se arreglan con compasión y caridad parece estar muy arraigada en lo más profundo de nuestros ciudadanos. Está claro, la gente no va a misa no por falta de fe, sino por pereza. Hace pocos días, en la conversación de sobremesa con una pareja de amigos surgió este asunto y yo expuse lo que me parecía una postura imbatible: es estremecedor el daño que estas cuchillas pueden causar en quienes se empeñan en saltar las alambradas de Melilla para cometer un delito contra las leyes de inmigración españolas, pero si no tengo alguna solución que proponer debo guardar silencio, ya que se supone que prima por encima de todo el convencimiento de que no es posible para España dar acogida a los 80 millones de africanos que, según he leído, compondrían la primera oleada de los que vendrían si se abrieran las fronteras. No hay que olvidar que las concertinas no son agresivas –son disuasorias– puesto que sólo hieren a quienes se empeñan en cometer un delito y saltan sobre ellas.

Fue inútil argumentar; la postura de aquella pareja –ambos supuestamente ateos y a los que conozco desde hace más de 40 años– continuaba siendo más o menos que aquellos asaltantes han sufrido mucho para llegar hasta allí y que no se les puede castigar así por lo que hacen. Se niegan a ver más allá, pretendían descargar sobre los políticos –esos en los que no confiamos– el peso de la responsabilidad de encontrar un medio no violento –¿existe?– para evitar la invasión, se niegan a pensar cómo se tomarían que uno de esos invasores asaltara su casa –viven en un solitario chalet de las afueras de Madrid– y les robara o incluso les causara daños físicos, pues habría que recordarles en ese caso que el asaltante se movería por fuerza mayor, ya que tal y como están las cosas es seguro que no encontraría un trabajo y por lo tanto sólo sobreviviría mediante el robo o la caridad (y la caridad no da para mucho desahogo).

Por descontado, es un hipócrita el ministro Jorge Fernández Díaz cuando afirma que las heridas que se producen no son importantes y es un hipócrita Rubalcaba cuando clama contra las concertinas sin sugerir una solución alternativa. Y nadie parece acordarse de que hay concertinas rodeando los acuartelamientos militares, las centrales nucleares y hasta alguna propiedad privada, pero esas no producen heridas porque a nadie se le ocurre abalanzarse sobre ellas.

En fin, tengo que aceptar que una vez más no entiendo a los que me rodean y que como ni ellos ni yo vamos a movernos de nuestras posturas, corro el riesgo de ser etiquetado como una especie de Pol Pot español. Y lo curioso es que me da lo mismo.

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