26 abril 2015

Amor al cine

Quede claro, no soy de esos cinéfilos capaces de verse tres veces seguidas “El nacimiento de una nación” en pleno éxtasis. Y conste que los admiro, aunque no es lo mío. Sí me gusta el cine y los mejores momentos de mi infancia están asociados precisamente a las películas, me proporcionaban una felicidad que la vida real no me aportaba ni lejanamente. Además, soy de los que lloró cuando mataban a la madre de Bambi.

Hasta hace cuatro o cinco años iba a cines de verdad, de esos a los que se entraba directamente desde la calle y que no tenían más que una sala y una pantalla, pero por desgracia fueron siendo cerrados atropelladamente uno tras otro. Me veo obligado por lo tanto a asistir a esas multisalas donde se proyectan dieciocho películas en otras tantas salas, la mayoría malas porque la decadencia de las salas de cine ha ido acompañada de la decadencia en la calidad de las películas, o viceversa.

Lo que la gente pide ahora y lo que al parecer Hollywood produce sin más complicarse la vida, son adaptaciones de tebeos –comics que dicen los modernos, ¿es posible que haya tantos tebeos que yo desconozca?– en las que pese al dineral que cobran los intérpretes, los verdaderos protagonistas son los efectos especiales y es eso lo que buscan muchos de quienes dicen disfrutar del cine

Acabo de volver del cine –o de algo parecido ubicado en un centro comercial– después de meses sin acudir a una sala. Era la primera vez que acudía a ver una película en ese centro comercial cercano a mi domicilio y la impresión no ha podido ser peor: las multitudes –que detesto– en todos los lugares, aunque no era fin de semana: taquillas, pasillos, aparcamiento, restaurantes, etc., la sala de cine con asientos en verdad confortables, pero con el suelo que crujía al pisar sobre las palomitas desparramadas por esos espectadores que no conciben ver una película sin estar comiendo algo –principalmente esas palomitas– y esparciéndolas a su alrededor. Es asombroso lo fácil que ha resultado crear un reflejo condicionado en la gente: piensan en una película y empiezan a salivar porque se les viene a la mente un cubo de palomitas y un vaso gigante de cocacola; el bueno de Pavlov...

A mitad de la película suena un móvil detrás de mí y la persona mantiene una conversación sin importarle los demás. Una niña de unos seis o siete años hablaba con sus padres en voz alta cada rato –ricura– y estos no la hacían callar. A nadie parece importar nada de esto y la gente aparenta ser feliz en medio de la gente, asistiendo a la proyección de una película que yo había escogido creyendo que las críticas eran fiables y que en realidad resultó tan insufrible que no me salí del cine por no fastidiar a mi mujer; la historia trataba de un tipo que no se peinaba ni se duchaba y una chica con pinta de taquillera del metro. Todo esto amenizado por el retumbar de disparos o algo así de la película de la sala contigua que se oían a la perfección porque los actuales sistemas de sonido son realmente espléndidos (y ensordecedores) y han ido más allá que los aislamientos acústicos.

Nada puede sustituir a aquella placentera experiencia de ir a una sala de verdad, una película en un cine es muy diferente de una película en casa, pero si eliminan lo que me gusta y tengo que escoger un sustituto, prefiero ver una película en la televisión. Empieza cuando yo quiero, nadie mastica o habla a mi lado, no suenan móviles y para remate puedo tomarme un whisky o ir al lavabo cuando me apetece. Tal y como están las cosas, que los empresarios de las salas de cine no cuenten conmigo aunque pongan la entrada a precio de cuando las pesetas. Seguro que esos seres comedores de palomitas les seguirán llenando las salas con tal de que las películas tengan muchos efectos especiales y muchas explosiones.

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