19 junio 2016

Fobias

Siento decirlo, pero no soporto las sardinas asadas ni, por supuesto, su olor. Más de una vez he sido el aguafiesta de algún festín, pues aunque no se me ocurre pedirle a nadie que se prive de tan apestoso placer, parece que a los demás participantes les fastidiaba que hubiera alguien que no se sumara. Una explicación podría ser que no soy un entusiasta consumidor de pescado, que la sardina al asarla es pestilente –a muchas personas les gusta, pero no existe el Eau de sardine– y respecto de los establecimientos en que se vende, procuro mantenerme alejado tanto como puedo. No obstante, quiero insistir en que quienes disfrutan del consumo de estas sardinas, sean asadas en barbacoas o en los famosos espetos, cuentan con todo mi respeto, con tal de que la preparación de ese pescado no tenga lugar literalmente bajo mis narices, léase en la terraza o jardín del vecino. Quizás por eso, nunca ha sido asunto motivador de conflictos serios y no he sido calificado de sardinófobo.   

Lo saben todos los que me conocen, pero desde siempre me ha disgustado el fútbol como espectáculo a contemplar, que no como deporte a practicar. La explicación que me doy a mí mismo de semejante rechazo es, de una parte, que cuando muy niño –tanto que no podía expresar mi desagrado– mi padre tenía el abono de un palco en el estadio de cierto equipo de primera y allí me llevaba un domingo sí y otro no, aunque cayeran rayos y truenos. Ya de adulto, mi desagrado fue consecuencia de observar el fanatismo desagradable de tantos y no digamos cuando hacia los años 80 del siglo pasado el fútbol comenzó a ser la ocupación permanente de buena parte del cerebro y el tiempo de nuestros ciudadanos. Incluyendo a nuestro actual presidente en funciones, del que es conocida su intelectual pasión por la lectura del diario Marca.

Nunca he comprendido que los torneos futbolísticos lleguen a dominar de tal forma las actividades de la población hasta el punto de perturbar seriamente todas las demás, atropellando derechos de aficionados y no aficionados y hasta absorbiendo los pensamientos de individuos que yo calificaría como de extremadamente inteligentes, pero que cuando se trata del fútbol pierden toda mesura y equilibrio.

Recientemente, un conocido afirmaba orgulloso que él no era de esos que veían películas como Robocop, sintiendo el hombre que quizás eso lo elevaba sobre el común de los mortales, lo que me parecía asombroso viniendo de alguien que presencia y se apasiona ante el espectáculo de partidos de fútbol en los que se juegan una de las muchas copas que hoy se disputan. No lo entendí, porque aunque no soy entusiasta de aquel tipo de películas, me cuesta admitir que sean de un nivel intelectual inferior al de un encuentro de fútbol, en el que uno se encuentra espiritualmente acompañado por el fervor de tanto fanático y descerebrado, con cierta frecuencia violentos, o de pintorescos personajes que se pintan el rostro a la manera de los pieles rojas, pero con los colores de su equipo o como ese tal Manolo el del bombo que quizás no hace daño a nadie, pero que no es un ejemplo de finura racional. 

Conste que sólo unas pocas veces he deseado que caiga una bomba atómica sobre los que en Cibeles o Neptuno intentan destrozar esas fuentes con conjuntos escultóricos para conmemorar un triunfo futbolístico. El caso es que no me importa lo más mínimo lo que otros contemplen y la pasión que pongan, con tal de que el volumen de sus televisores no alteren más de la cuenta mi tranquilidad ni sus gritos y pataleos apasionados me impidan hacer mi vida. En fin, está claro que eso del balompié no es lo mío, pero nunca he sido llamado futbolófobo.

Aunque la mayoría de los españoles parecen ignorarlo o padecen una amnesia selectiva grave, hasta el año 1990 la Organización Mundial de la Salud calificaba a la homosexualidad como una enfermedad o alteración patológica de la conducta sexual, dictamen basado en anteriores estudios médicos y psicológicos. Uno de los mayores insultos que se le podía lanzar a un hombre era dudar de su hombría, pero después de esa fecha y con una velocidad asombrosa para algo que sin duda significa un profundo cambio cultural, la homosexualidad pasó a ser no ya algo a respetar, sino respetable en sí misma. Ser lo que antes llamábamos maricas es ahora un asunto que produce admiración y el que sale del armario despierta un asombro y respeto mayor del que podrían merecer Hernán Cortés o Ramón y Cajal. No es que yo lo diga, es que hasta hay películas en las que el protagonista finge ser homosexual porque con ello aumenta sus probabilidades de triunfo profesional o social.

Reconozco que no soy tan cambiante en criterios como en lo político es Pablo Iglesias, así que sigue sin producirme gran entusiasmo la homosexualidad, aunque lo mismo que en los años 80 había uno de ellos entre mi pandilla y que los he tenido como compañeros de trabajo, sin que yo les dispensara el menor desprecio o desagrado, debo admitir que llevo mal ese empeño en permanecer día tras día, por un motivo u otro, en la primera página de los diarios y que me desagradan profundamente las efusiones de parejas en público y no lo oculto aunque tampoco lo manifieste gratuitamente, ya lo he dejado claro en entradas anteriores de este blog y siento señalarlo: aunque la OMS haya cambiado de criterio sin más explicaciones científicas –la decisión se tomó en una asamblea general–, los 26 años transcurridos desde entonces no bastan para que yo vea como recomendable lo que antes era propio de enfermos. Otra cosa es que acepte que se agreda a los homosexuales por el hecho de serlo, las preferencias personales no pueden ni deben expresarse mediante violencia.

Supongo que, ya lo imaginan, soy por todo lo que antecede merecedor del calificativo de homófobo y por lo tanto de una severa condena social, pese a que hasta hace menos de un año en el DRAE se definiera la homofobia como «Aversión obsesiva hacia las personas homosexuales», pero hace sólo unos pocos meses, seguramente sometida a la presión del lobby, la Real Academia ha eliminado el adjetivo «obsesiva» de la definición, así que puede aplicárseme sin problema porque ya se sabe, hay que ser entusiasta de la homosexualidad o le llueven a uno las tortas. Amén.

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