06 agosto 2016

Veraneo

Veo una noticia en El País, sobre las vacaciones de Messi y Cristiano Ronaldo, acompañada de fotos en donde se ve a cada uno de ellos en un lujoso yate. Así son las cosas; estos analfabetos funcionales ‒confiesan que no saben lo que es leer un libro y uno de ellos sólo hace lo que le dice su papá‒ que sólo saben dar patadas a un balón, llevan una vida muy diferente de la del común de los mortales y lo que es peor, muy alejada de la que pueden permitirse quienes de veras son útiles a la humanidad, como los científicos e investigadores y más concretamente personas como Mariano Barbacid, al que cito porque hace pocos días se lamentaba en el mismo diario de que no había dinero para la investigación. Habría que recordar que hace años se lo trajeron desde EE.UU., donde investigaba, prometiéndole todo lo que necesitara para su trabajo (y el pobre se lo creyó).

Es una suerte esa capacidad de nuestra memoria de recordar sólo aspectos positivos borrando los negativos, porque gracias a eso vuelvo un año tras otro al mismo lugar en que me encuentro ahora, convencido por otra parte de que es lo mejor que me puedo proporcionar con mis medios, pero ni de lejos es lo que yo considero unas vacaciones ideales.

Desde hace años voy a la misma playa de la costa de Cádiz, nada que ver con la que conocí cuando era adolescente. Se ha construido una barbaridad, arruinando hermosos pinares y arenales y el encanto de una playa que sólo conocía cierta afluencia los fines de semana, para tratar de conseguir un cierto aire marbellí que no logra, ni falta que le hace.

En los últimos años se está produciendo una llegada de veraneantes que desborda la capacidad real del lugar y a ciertas horas usted puede estar seguro que ir de un punto a otro es más rápido yendo a pie que en su coche, aunque hablemos de distancia de un par de kilómetros, a causa de la desproporción entre el número de vehículos y la escasa capacidad de la vía principal.

Tengo la desgracia de que las piscinas de mi urbanización están situadas delante del apartamento en que me encuentro y eso supone la garantía de que todo el día ‒pero en especial por las tardes cuando la gente se traslada de la playa a la piscina‒, los gritos serán constantes impidiéndome la posibilidad de leer plácidamente en mi terraza o, simplemente, disfrutar de cierta paz.

Se trata de construcciones adosadas de sólo tres apartamentos en altura, formando un rectángulo en cuyo centro se encuentra el recinto de las piscinas. Varios letreros muy visibles repartidos por el interior del rectángulo advierten de la prohibición de alborotar en horas de descanso, jugar al fútbol y pisar los espacios con césped. Los padres se quitan de encima a los hijos que les impiden estar tranquilos y estos, entusiasmados, salen a jugar al fútbol en el césped, mientras dan gritos desaforados... que a veces duran hasta más allá de la una y media de la madrugada. Puro respeto al prójimo y a las normas, al modo carpetovetónico.

Ya se sabe que la construcción moderna en España ha sido una chapuza realizada con malos materiales y sin darse por enterados promotores y arquitectos de que existen los aislamientos sonoro y térmico. Por otro lado, como el precio del alquiler de los apartamentos no es ninguna ganga, es frecuente que se produzca el fenómeno de los apartamentos-patera. En un espacio de unos 60 metros cuadrados que es lo que tiene cada vivienda (dos dormitorios) y que yo ocupo en solitario con mi esposa, otros meten con frecuencia cuatro o cinco adultos ‒dos parejas más la suegra o madre de alguno de ellos, para que trabaje gratis et amore‒ más todos los críos que hayan traído al mundo esas dos parejas. El resultado es que en estos saturados apartamentos se producen ruidos normalmente causados por la superpoblación y los niños saltando o dando carreras, y con ello desaparecen algunos de los placeres vacacionales, como la tranquilidad y la siesta.

Suele ocurrir que muchos envidian la vida de lujo y placer de sus personajes admirados, como Paquirrín, el pequeño Nicolás, Belén Esteban y otros del mismo pelaje, y confunden su miserable jardín de unos pocos metros cuadrados con la isla griega que no poseen. A causa de esa confusión, invitan a amigos y organizan barbacoas cuyos humos y olores sufrimos los vecinos cercanos, y el asunto ronda la tortura cuando lo que se asa son sardinas. Si no se cierran a cal y canto puertas y ventanas, usted dormirá esa noche sumergido en una deliciosa nube de olor a sardina o carne asada.

No quiero dejar de mencionar al vendedor ambulante de helados que aparece un par de veces a lo largo del día con una especie de motocarro y una ruidosa megafonía por la que invariablemente suena el himno sudista Dixie. Supongo que trata de imitar a sus modelos norteamericanos y a la hora de elegir melodía pensó que era todavía más americano que la insulsa musiquilla de los vendedores a los que imita, según los vemos en el cine o la televisión.

Vaya, se me olvidaba contar que, cuando falta algo más de una hora para la puesta de sol, aparecen esos parapentes a motor que pasan cerca o sobre nuestras cabezas haciendo un ruido endiablado, parecido al que produciría un motocarro aparcado con el motor en marcha en nuestra puerta.

Al llegar la noche, es normal que el grito de los niños jugando se acompañe del ladrido de los perros cercanos, en especial de los chalets vecinos, que combinan perfectamente el coro alternando ladridos y aullidos. En fin, estoy hablando de la zona de la localidad que tiene fama de tranquila y poco bulliciosa, no quiero imaginar lo que será vivir en el resto.

Parece que es un poco absurdo contar todo esto y volver año tras año sabiendo lo que me espera, pero ya saben que la idea de veraneo la tenemos profundamente implantada ‒a mí me gustan los veraneos burgueses‒ y cualquier cosa parece preferible a permanecer en Madrid a temperaturas infernales porque eso sí, esta parte de la costa tiene un clima excelente que los que no la conocen no imaginan en la sudorosa Andalucía.

Lo admito, Messi y Ronaldo me producen una inevitable y sana envidia, no ya por lo que son o hacen, sino por lo que pueden permitirse, el aislamiento que pueden conseguir si quieren. Algo con lo que sueño, porque la convivencia suele significar problemas.

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