Detesto
ir al médico. Puede que a otros muchos le suceda algo parecido, pero
normalmente será tan solo parecido, puesto que yo debería decir que más
que detestar lo odio, y sólo esa tradición no siempre efectiva de acudir
al médico y mi edad, lamentablemente provecta, me empuja a cumplir con
esa tradición.
Ayer,
sin ir más lejos, acudía a la consulta de un doctor sencillamente
porque él me había señalado que debería volver por estas fechas para
revisión y yo, disciplinado por encima de todo, allí estaba a la hora
prevista. Prevista por mí que no por él, puesto que me recibió casi
puntualmente una hora más tarde de la asignada en la cita, que esa es
otra cuestión que parece que los médicos no alcanzan a entender: cuando
ellos se retrasan una hora, hacen perder a otros tantas horas como
pacientes están esperando.
Hay
muchas razones para no gustarme mucho eso de acudir a consulta: la
principal quizás sea que no me entusiasma en exceso la ingesta de
medicamentos y la tentación de no hacer caso a lo prescrito y seguir
como si nada es muy grande. También me molesta ese compadreo,
normalmente iniciado por el doctor de turno, tuteando a sus pacientes,
como si todos fuéramos gente menor en importancia y rango o, quizás,
amigos de la infancia. Trato de compensarlo por mi parte pasando también
al tuteo aunque eso no me consuele del abuso de confianza por su parte,
puesto que el tuteo no ha sido consensuado.
Pero lo más gordo, lo que hace a una sala de espera realmente odiosa, son los demás
−ya saben, el infierno del amigo Sartre−. La consulta de ayer estaba
situada en una clínica del barrio de Salamanca en Madrid y, aunque no
fuera más que por dar ambiente, se supone que la gente guardaría cierta
compostura. Ni hablar.
La
pérdida de calidad en la atención prestada en la Seguridad Social
acarrea de inmediato el mismo efecto en la sanidad privada, puesto que
son muchos los que huyen de aquella por ese absurdo capricho de que una
resonancia, por ejemplo, no tarde tres meses en ser hecha.
El
mostrador en el que se recogen nuestros datos al llegar a la consulta
estaba atendido por una sola señorita. Como la afluencia era numerosa,
pueden imaginar que la cola de unas ocho personas y más de veinte
minutos de espera, era inevitable. Hay que ahorrar personal.
Entre
mis compañeros de espera había de todo, tirando a malo. Mi vecina de
asiento estuvo hablando por el móvil, jacarandosa ella, unos cincuenta
minutos hasta que tuvo la fortuna de ser llamada por su médico. A
continuación de ella estaban sentadas dos féminas que como ya se tenían
la una a la otra para hablar, lo complementaban poniendo en el móvil a
todo volumen vídeos de unos niños graciosísimos y gritones, cuyos gritos
competían en volumen con los de un infante cercano de carne y hueso.
Pasaron varias auxiliares de enfermería sin dirigirles ni una palabra de
reproche. Total, era sólo ruido, y eso a un español de pura cepa no le
molesta.
Enfrente
de mí, una abuela más bien joven trataba de entretener a su simpático
nieto de unos 3-4 años, provocando en el angelito esos gritos
penetrantes que a la gente parece no molestar −incluso a veces muestran
una sonrisa de complicidad−, pero que a mí me producen palpitaciones.
Por supuesto, tanto escándalo me impedía la lectura del libro que me
había llevado para aliviar la espera, pero ya se sabe, eso de leer es
costumbre de gente inadaptada y amargada.
¿Dónde
quedó aquello de SILENCIO que se pedía desde las paredes en todas las
consultas médicas? Cada día me fastidia más estar entre mis semejantes.