21 enero 2017

La, la, land (La ciudad de las estrellas)

Desde que empecé a oír hablar de esta película se mezclaron dos sentimientos en mí: de una parte, la alegría por la vuelta −aunque sea puntual, como se dice ahora− del cine musical, que me entusiasma. De otra, cierto miedo porque la realidad no correspondiese a las expectativas despertadas, máximas teniendo en cuenta que las críticas son en general unánimes, se trata casi de una obra maestra, se va a forrar a Oscars, dicen.

No sobra recordar a quien me lee el título de este blog, para que así se entienda que no soy crítico de cine y soy perfectamente consciente de ello. Simplemente he visto la película y doy mi opinión sobre ella, sin pretender que se coloque una lápida que celebre mi ocurrencia.

No entiendo nada de cine, pero sí soy buen aficionado y, en el caso de los musicales, sin duda estoy entre las personas que más disfrutan o han disfrutado con su contemplación, hasta el punto de que procuro tener en uno u otro soporte todas las películas de este género que me han gustado, desde las interpretadas por el inigualable Fred Astaire −anteriores en realidad a mi época− hasta las últimas del género, es decir, las de hace ya bastantes años. De los últimos tiempos, sólo calificaría como musical a Chicago, de 2002.

Por supuesto, el cine musical tuvo su época dorada como muchos sabemos, y a mi parecer duró desde poco después de la aparición del cine sonoro −puesto que lo más señalado que el sonido aportaba era la música− hasta quizás finales de los 50. Después se hicieron algunos filmes que eran más experimentos que otra cosa y que carecían de la frescura y espontaneidad que a mi parecer son casi imprescindibles en este tipo de cine. Típicos ejemplos de esto último son West Side Story de 1961 y Pennies From Heaven (Dinero caído del cielo) de 1981, casi desconocida para una mayoría. Sin olvidar la maravillosa Les parapluies de Cherbourg fuera de toda norma salvo una música perfecta y unos intérpretes bendecidos por el dios de los musicales... especiales.

Pienso que la causa de la desaparición del cine musical no es una sino muchas. Primero, la desaparición del cine de géneros, western (antes llamadas películas del oeste) incluyendo su variante de indios, musicales, suspense, policiaco, comedias y otros. Segundo, lógicamente, el cambio en el gusto del público cada vez más alejado de la música de calidad y más cercano al ruido o al tipo de cine que casi es un género en sí mismo: hablo de Star Wars de lo que van ya nada menos que siete películas, cada vez peores, hasta donde yo sé todas ellas con bandas sonoras de un magnífico compositor como John Williams. Tercero y fundamental, la desaparición de los grandes compositores de música popular, que sin duda vivieron una época estelar y que se extinguieron igual que aparecieron. Hablo de Irving Berlin, George Gershwin, Richard Rodgers, Cole Porter, Jerome Kern, Hoagy Carmichael, Harold Arlen y muchos más. Ojo, no me refiero a compositores de temas o bandas sonoras de películas como El padrino, Indiana Jones, etc., sino a autores de musicales

El musical estándar precisa a mi modesto entender de dos elementos fundamentales además de un buen director: un compositor de la categoría de los que acabo de citar y unos intérpretes que canten o bailen profesionalmente. En general, no me vale ni de lejos coger a una buena actriz como Meryl Streep y ponerla a cantar y bailar. Leí una vez que para que Julia Roberts consiguiera cantar una canción en el film de Woody Allen Everyone Says I Love You −una joya por cierto− pasaron días grabando hasta conseguirlo. No se puede imaginar cómo se me encogió el ombligo el otro día al leer en la prensa que se clasificaba como «cine musical» obras como Moulin Rouge de 2001 y como compositor de cine a Alejandro Amenábar. Va a resultar que Nicole Kidman es la nueva Ginger Rogers.

Ayer fui a ver la película que da nombre a esta entrada y, ya se puede imaginar, me llevé una desilusión, pese al dinero invertido en la producción, por eso no tengo mucho que decir sobre ella. Puede que sea una buena película para algunos, pero no es un buen musical. Para empezar, la música es casi vulgar, incluyendo el tema del film, musiquilla la llamaría pese a los buenos arreglos, al sonido envolvente y una calidad de grabación que antes no podía ni soñarse. Los intérpretes aceptables y no son ni de lejos intérpretes de musical, aunque se hayan aprendido unos cuantos pasitos. Lo que me pareció más acertado era lo que en ella se decía sobre la situación actual del jazz, muerto irremisiblemente −como el musical− y sólo amado en estos días por unos pocos carcamales, pura nostalgia. Da pena escuchar lo que el protagonista dice a su pareja cuando ella le anuncia que va a viajar a París, él le contesta que es una suerte porque allí sí que hay buen jazz. Es como si se dijera que para escuchar buen flamenco hay que ir a Tokio (y es casi verdad).  

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